Setenta y Tres Intentos

Capítulo 18: La Llamada

Adrián

El yeso se resistía entre mis dedos. La réplica de una moldura del siglo XVIII se estaba deshaciendo bajo mis herramientas, no por falta de pericia, sino porque mi cabeza estaba a kilómetros de distancia. De la única distancia que me importaba: la que Adria había puesto entre nosotros.

Hacía días. Días en los que un "estoy ocupada" sonaba más a un "déjame en paz". Días en los que su risa se cortaba en seco cuando yo entraba a la sala. Días en los que su mirada, que siempre había sido un faro, esquivaba la mía como si yo fuera un fantasma.

—¿Por qué carajos me está evitando? —la pregunta retumbaba en mi cráneo, envenenando cada pensamiento.

Mis herramientas, extensiones de mis manos durante años, parecían torpes y ajenas. La paciencia que me definía como restaurador se había esfumado, reemplazada por una frustración ácida que me quemaba por dentro. Cada capa de pintura que aplicaba mal, cada lijado imperfecto, era un recordatorio de su ausencia.

Finalmente, estallé.

Con un golpe seco, barrí todo de la mesa de trabajo. Limas, espátulas, frascos de pigmentos y trozos de madera volaron por los aires, chocando contra el suelo con un ruido estridente que no logró calmar el zumbido en mis oídos. El silencio que siguió fue aún peor.

Jadeando, con el pecho agitándose, clavé la mirada en el desastre. No era solo el de la mesa. Era el desastre que había permitido que se filtrara. El desastre de mis sentimientos, expuestos sin mi permiso.

Sin pensarlo, cogí el teléfono. Mis dedos temblorosos marcaron el número de Clara antes de que mi raciocinio pudiera detenerme.

El tono de llamada sonó una, dos veces. Una eternidad.

—¿Adrián? —la voz de Clara sonó cautelosa.

—Oye Clara —dije, y mi voz sonó ronca, cargada de una tensión que ya no podía contener—. Sabes por qué Adria me está evitando.

No era una pregunta. Era una exigencia.

Hubo una pausa incómoda al otro lado de la línea. Podía casi sentir su duda, su cálculo.

—Creí que ya lo sabías —respondió al fin, con un hilo de voz.

La sangre empezó a latir con fuerza en mis sienes. La vaga sospecha que había estado alimentándose en la oscuridad de mi mente tomó forma de golpe, monstruosa y definida.

—¿Saber qué, Clara? Habla claro —espeté, y la ira, el miedo, la impotencia, se colaron en mis palabras como un veneno.

Otra pausa, más breve esta vez. Un suspiro resignado.

—Adria ya sabe que estás enamorado de ella. O, bueno... cree que lo sabe.

El mundo se detuvo.

No fue un golpe. Fue un vacío. Como si el suelo bajo mis pies se hubiera convertido en aire. La sangre no se me subió a la cara; se enfrió en mis venas, dejando un rastro de hielo. Todos esos años de cuidado, de contención, de esconder cada mirada demasiado larga, cada sonrisa demasiado tierna... destrozados. Mi secreto, mi carga, mi más profunda verdad, estaba ahora en sus manos. Y su reacción había sido huir.

—Adrián? ¿Estás ahí? —la voz de Clara sonó lejana, como bajo el agua.

No respondí. Mi mano, entumecida, dejó caer el teléfono. No oí el golpe contra el suelo. Solo el rugido de mi propio pánico llenando el vacío.

Sin pensar, sin planear, mis piernas se movieron solas. Empujé la puerta de mi taller y salí a la calle. La tarde era gris, fría. No sentí nada.

Caminé, primero. Luego, sin darme cuenta, corría. Las fachadas de los edificios se convertían en una mancha borrosa a mi paso. El aire me quemaba los pulmones, pero el dolor era un alivio comparado con el frío terror que me agarraba el corazón.

Ella lo sabía.
Lo sabía y me evitaba.
Lo sabía y prefería la distancia.
Lo sabía y...

No podía terminar el pensamiento. No podía permitirme imaginar el rechazo en sus ojos. No ahora. No después de haber construido una vida entera a su lado, aunque fuera desde la sombra.

Tenía que verla. Tenía que enfrentar la devastación. Tenía que mirarla a los ojos y ver si, en algún rincón de ellos, quedaba un atisbo del "Adrián-ánimo", o si solo había quedado el fantasma incómodo de un hombre que la amaba demasiado.

Llegué a su edificio sin aliento, con el corazón martilleándome en el pecho. Miré hacia arriba, hacia la ventana de su apartamento. La luz estaba encendida.

Allí estaba ella. Y yo, aquí abajo, con la verdad al descubierto y el miedo como única compañía. Tomé aire, y apreté el timbre.




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