Adria
Estaba hundida en el sofá, enganchada a una serie que ni siquiera registraba, cuando un golpe violento en la puerta hizo temblar el marco. No era un timbre. Era un impacto seco, urgente, que me sacó del letargo de un susto.
—¡Ay! —Me levanté de un salto, o eso intenté. La manta se enredó en mis pies y tropecé torpemente, sintiendo un dolor agudo y perfecto cuando mi dedo meñique se estrelló contra la pata de la mesa—. ¡Maldita sea!
La maldición fue un grito ahogado de dolor y sorpresa. Cojeando y sosteniendo el pie, llegué a la puerta, todavía con el ceño fruncido por la molestia. La abrí de un tirón, lista para soltar una queja, y me lo encontré allí.
Adrián.
El aire se me atascó en los pulmones. Después de días esquivándolo, inventando excusas, construyendo muros... allí estaba él, en mi marco de la puerta, con el pelo revuelto y los ojos wildes, como si hubiera corrido kilómetros. Su pecho subía y bajaba con respiraciones agitadas. Mi plan de evasión se deshizo en un segundo.
—¿Qué te pasó? ¿Por qué gritaste? —preguntó, sin preámbulos, su voz áspera por la falta de aire. Su mirada escudriñadora no me daba tregua.
—Nada, solo... —intenté quitarle importancia, cojeando ligeramente hacia atrás, pero él no me dejó terminar.
Sus ojos captaron mi movimiento torpe. En un instante, su expresión de urgencia furiosa se transformó en una de pura preocupación. Antes de que pudiera protestar, se inclinó, pasó un brazo detrás de mis rodillas y el otro alrededor de mi espalda, y me levantó en vilo con una facilidad exasperante.
—¡Adrián! —chillé, sorprendida—. ¿Qué haces?
No respondió. Cruzó el umbral conmigo en brazos, cerró la puerta de una patada y me depositó con suavidad en el sofá, justo donde yo había estado escondiéndome minutos antes. El episodio de mi serie seguía reproduciéndose, una banda sonora absurda para la tensión que llenaba la habitación.
Se arrodilló frente a mí sin perder un segundo. Con manos que, a pesar de su evidente agitación, eran sorprendentemente delicadas, tomó mi pie herido.
—Espera, ¿qué estás haciendo? —protesté, intentando retirar el pie, pero su agarre fue firme, aunque no doloroso.
—Te duele mucho —murmuró, no como una pregunta, sino como una afirmación. Sus dedos exploraron con cuidado la zona alrededor de mi meñique, que ya empezaba a palpitar con un latido sordo y enfadado. Su toque era cálido, familiar, y a la vez, en este nuevo contexto de verdades no dichas, era electrizante.
Levantó la mirada hacia mí. Esa proximidad era abrumadora. Podía ver las pequeñas motas de oro en sus ojos marrones, la tensión en su mandíbula, la preocupación genuina que borraba por completo la furia que había visto en la puerta. En sus ojos no había rastro del secreto que nos separaba, solo la devoción constante que siempre había estado ahí. La devoción que yo ahora podía nombrar.
Y supe, en ese instante, que ya no podía seguir huyendo. El hombre que tenía delante, el que me cargaba y examinaba un dedo del pie magullado como si fuera la lesión más importante del mundo, merecía más que mi silencio y mi miedo.
La verdad había llamado a mi puerta, y había entrado cargándome en brazos.