Adria
El dolor palpitante en mi meñique era un latido ridículo comparado con el vuelco desbocado de mi corazón. Adrián estaba arrodillado frente a mí, sosteniendo mi pie con una reverencia que no merecía, y sus ojos… Dios, sus ojos me desnudaban el alma. Toda la evasión, todas las mentiras torpes, se desmoronaban bajo el peso de esa mirada.
—Adrián —susurré, y mi voz sonó quebrada.
Él no dijo nada. Sus dedos, callosos por el trabajo con la madera y el yeso, continuaban su examen minucioso, un contraste brutal entre su fuerza y su delicadeza.
—No es nada —insistí, intentando de nuevo retirar el pie.—Solo un golpe tonto.
Por fin, alzó la vista. La tormenta en sus ojos se había calmado, dejando paso a algo peor: una decepción profunda y hiriente.
—¿En serio, Adria? ¿Esa es la única mentira que vas a soltar esta noche? —Su voz era baja, pero cargada de una amargura que me hizo encogerme.— Porque llevo una semana entera tragándome tus excusas de mierda. "Estoy ocupada con el proyecto". "Tengo planes con Leo". ¿Tan poca creatividad tienes? ¿O es que crees que soy tan idiota?
Cada palabra era un latigazo. Me quedé sin aliento, incapaz de responder. Él soltó mi pie con suavidad, pero el gesto fue distante, y se incorporó, mirándome desde arriba con los brazos cruzados. La distancia entre nosotros, ahora que ya no me tocaba, era un abismo.
—¿Sabes lo que se siente, Adria? —continuó, y su tono era áspero, cargado de una rabia contenida que yo nunca le había visto—¿Sabes lo que se siente que tu mejor amiga, la persona en quien confías, de repente te trate como a un extraño contagioso? Que esquive tu mirada, que conteste tus mensajes con la frialdad de un banquero?
—Yo… no… —tartamudeé, sintiendo cómo el calor de la vergüenza me subía por el cuello.
—¡No me interrumpas! —cortó él, y por primera vez, alzó la voz. El sonido retumbó en el silencio de mi apartamento.— ¡He estado una semana dándole vueltas, preguntándome qué mierda había hecho mal! Revisando cada conversación, cada gesto, buscando el momento en que me equivoqué, en que te fallé. Y no encontraba nada. Hasta que Clara, en su infinita sabiduría, me soltó la bomba por teléfono.
Se pasó una mano por el cabello, desesperado.
—Así que no vengas ahora con que "no es nada". Porque es todo. Porque tu silencio ha sido la respuesta más clara que podía tener. Prefiero mil veces que me hayas gritado, que me hayas dicho que te asusto, que te repugno… ¡pero esto! ¡Esta evasión cobarde! ¡Esto duele más que cualquier rechazo!
Sus palabras me golpearon con la fuerza de un tsunami. Yo había estado tan centrada en mi propio caos, en mi miedo, que no me había parado a pensar en el infierno que le estaba haciendo pasar a él. En la cruel incertidumbre de mi huida.
Las lágrimas empezaron a resbalarme por las mejillas, silenciosas, implacables.
—Lo siento —logré articular, con la voz rota.—Tenía miedo.
—¡Yo también tengo miedo, Adria! —gritó, y en su grito se desbordó toda la frustración acumulada.— ¡He vivido con miedo durante años! Miedo a que lo descubrieras. Miedo a perderte. Miedo a arruinar la única cosa buena y constante en mi vida. Pero al menos yo no huí. Yo me quedé. Aguanté. Y tú… tú no pudiste ni mirarme a la cara.
Su respiración era agitada, y en sus ojos, junto a la furia, brillaba el dolor de un animal acorralado. Me había pasado una semana sintiéndome la víctima de esta revelación, pero la víctima real, la que llevaba años cargando con el peso, era él.
—No sabía qué decirte —confesé, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano.—No sabía cómo enfrentar esto. Cómo enfrentarte a ti.
Él soltó un bufido amargo.
—Y¿crees que yo sí sabía? ¿Crees que tenía un manual sobre cómo enamorarse de tu mejor amiga sin cagarla? No, Adria. Se fue dando. Y aprendí a vivir con ello. Hasta que tú, con tu evasión, me hiciste ver que mi peor pesadilla se estaba haciendo realidad: que te había perdido.
Se dio la vuelta, como si no pudiera soportar mirarme un segundo más, y apoyó las manos en el respaldo del sofá, con la cabeza gacha. Su espalda, ancha y fuerte, se veía vulnerable, vencida.
—Lo siento —repetí, y esta vez no era un susurro, era una confesión llena de culpa— Fue egoísta. Fue cobarde. No debería haberte evitado.
Él se quedó quieto un momento, respirando hondo. Luego, lentamente, se volvió. La ira se había disipado de su rostro, dejando solo un agotamiento infinito.
—Ya está —dijo, con una voz ahora plana, vacía.—Ya lo sabes. El misterio se acabó. Ya no tienes que huir. Puedes decirme que no, que esto te incomoda, que solo podemos ser amigos, y lo aceptaré. Pero por favor, Adria, no vuelvas a hacerme esto. No vuelvas a desaparecer.
Su resignación me partió el alma. Me levanté del sofá, ignorando el dolor punzante en el pie, y di un paso hacia él.
—No voy a decirte que no —dije, con una determinación que nació de lo más hondo de mi arrepentimiento.
Él frunció el ceño, confundido.
—No sé lo que siento —continué, acercándome un poco más.—O no sé ponerle un nombre. Pero sé que la idea de que te vayas, de que esto se acabe… me aterra mucho más que la idea de intentarlo.
Extendí la mano y toqué su brazo. Él se estremeció, pero no se apartó.
—No te prometo tener todas las respuestas —susurré.—Solo te prometo que no volveré a huir.
Él miró mi mano en su brazo, luego mi rostro bañado en lágrimas. Y por primera vez en esa larga y dolorosa noche, un atisbo de esperanza, frágil como el cristal, asomó en sus ojos.