Setenta y Tres Intentos

Capítulo 21: Equilibrio y Salsa de Tomate

Adria

El aire seguía cargado, pero la tormenta había pasado. La tensión se había quebrado, reemplazada por un entendimiento frágil pero real. Mis lágrimas se habían secado, y la mano de Adrián ya no estaba rígida bajo mi toque, sino que se había girado para entrelazar sus dedos con los míos. Un simple gesto que sentía como el más valiente de mi vida.

Sus ojos, aún húmedos y rojizos, me estudiaban, buscando en los míos la certeza que mis palabras no podían dar por completo. La proximidad era nueva, eléctrica. El espacio que siempre había existido entre nosotros como amigos se había evaporado, y ahora estábamos navegando en un territorio desconocido, con mapas viejos que ya no servían.

—No vuelvas a huir —murmuró él, y era una petición, no una orden.

—No lo haré —respondí, y esta vez lo creí.

Su mirada bajó hasta mis labios. Mi corazón, que se había calmado un poco, volvió a acelerarse de golpe. La intención era clara, y el deseo de cerrar esa distancia infinitesimal, de sellar esta tregua con algo más que palabras, era un imán poderoso.

Él se inclinó lentamente, dándome todo el tiempo del mundo para negarme. Yo me incliné a mi vez, mis párpados comenzaron a cerrarse, entregándome al momento.

Y entonces, mi maldito dedo meñique, que había sido el catalizador de todo esto, decidió recordarnos que la torpeza era y siempre sería una parte fundamental de quien yo era.

Al desplazar mi peso para encontrarlo mejor, apoyé el pie magullado en el suelo con demasiada fuerza. Una punzada de dolor agudo y sorpresiva me hizo gritar "¡Ay!" y, en un reflejo instintivo y descoordinado, di un torpe salto hacia atrás.

No calculé la distancia. Mi talón chocó contra la pata de la mesa de centro que me había hecho daño antes, y perdí el equilibrio por completo. Con un grito ahogado, me desplomé hacia atrás, arrastrando en mi caída a Adrián, que aún tenía mi mano agarrada.

Fue un derrumbe en cámara lenta y absolutamente ridículo. Un revolverse de brazos y piernas, un "¡Oof!" sincronizado cuando ambos aterrizamos en el suelo, entre el sofá y la mesa, en un amasijo de limbs entrelazados y aliento cortado.

Quedamos en silencio un segundo, aturdidos por el golpe y el absurdo de la situación. Y entonces, lo oí. Un sonido ronco y quebrado que salió de lo más profundo de su pecho.

Adrián se estaba riendo.

No era su risa habitual, la de las bromas y las cervezas. Esta era una risa liberadora, una carcajada profunda y contagiosa que le sacudía todo el cuerpo y que, a pesar de la vergüenza, empezó a contagiarme. Un pequeño hipido escapó de mis labios, luego otro, y de pronto los dos estábamos riendo a mandíbula batiente, revolcados en el suelo de mi salón, con las lágrimas (esta vez de risa) brotando de nuestros ojos.

—¡Eres un desastre, Adria! —logró decir entre carcajadas, intentando incorporarse sin soltarme.

—¡Tú me diste la mano! —protesté yo, sin aliento, dándole un golpe flojo en el hombro.— ¡Podrías haberme soltado!

—¡Y dejar que te estamparas sola contra el suelo? ¡Ni en un millón de años! —respondió, y su risa se calmó hasta convertirse en una sonrisa amplia y genuina, la primera que le veía en demasiado tiempo.

Su rostro estaba a solo centímetros del mío. Nuestras risas se apagaron, pero la sonrisa permaneció en sus ojos, borrando los últimos rastros de la tormenta. La comodidad, esa vieja y querida amiga, había regresado, pero transformada. Ya no era la comodidad de la amistad, sino la de dos personas que, después de haber mostrado sus partes más rotas, se encontraban aún allí, riéndose en el suelo.

—Esto no es exactamente como me lo imaginaba —confesó él, con un brillo travieso en la mirada.

—¿Tu fantasía romántica incluía moretones y posiblemente un dedo fracturado? —pregunté, arqueando una ceja.

—Solo si eras tú la de los moretones —respondió sin missing a beat, y me hizo reír de nuevo.

Con un esfuerzo coordinado, logramos sentarnos, apoyados contra el sofá. Mi dedo palpitaba, pero el dolor era solo un recordatorio lejano.

—Oye —dijo él, mirándome con una ternura que me hizo sentir cálida por dentro.— Se me está despertando el apetito después del drama y la acrobacia. ¿Qué tal si… ordeno algo de comida? Podemos… hablar. Sin caernos.

Miré a su alrededor, al desorden de mi salón, a nosotros sentados en el suelo como un par de adolescentes. Sonreí.

—Sí —dije.—Suena bien. Pero pide extra de pan. Tengo la sensación de que vamos a necesitar carbohidratos.

Él sonrió, un gesto fácil y relajado que me llegó al alma.
—A la orden, jefa.

Mientras buscaba su teléfono, supe que nada estaba resuelto. El futuro era una incógnita gigante. Pero estábamos aquí. Habíamos sobrevivido a la verdad, a la evasión, al reclamo y a una caída estrepitosa. Y estábamos riendo. Quizás, solo quizás, eso era un comienzo mucho mejor que un beso perfecto.




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