Adria
La mañana siguiente encontró a Adrián y a mí desayunando en mi pequeño comedor. La dinámica había cambiado. No era la amistad cómoda de antes, ni la tensión cargada de los últimos días. Era algo nuevo, un territorio delicado que estábamos cartografiando con sonrisas tímidas y miradas que se sostenían un segundo más de lo normal. Él había llegado temprano, con croissants frescos y un determinado aire de normalidad que yo apreciaba profundamente.
Estábamos en eso, enredados en una discusión tonta sobre qué sabor de mermelada era superior, cuando sonó el timbre.
—¿Esperas a alguien? —preguntó Adrián, lamiendo un poco de mantequilla de su dedo.
—No —dije, frunciendo el ceño.—Quizás es el cartero.
Abrí la puerta y me encontré con Clara, de pie en el rellano con su expresión más inquisitiva y una bolsa de bollos en la mano.
—¡Buenos días! Vine a ver cómo estabas después de… —su frase murió en sus labios cuando su mirada se coló por encima de mi hombro y se clavó en Adrián, que estaba perfectamente visible y cómodamente sentado en mi mesa.— Oh.
—Hola, Clara —dijo Adrián desde su asiento, con una calma que bordea la provocación. No se levantó. No se escondió. Simplemente sonrió, un gesto pequeño pero significativo.
Clara me miró a mí, con los ojos como platos, buscando una explicación. Yo me encogí de hombros, una sonrisa tonta e involuntaria asomando en mis labios.
—Pasa —dije, apartándome para dejarla entrar.
Clara entró como si pisara un campo minado. Su mirada iba de Adrián a mí y de vuelta a Adrián, analizando la escena: los dos platos, las tazas, la intimidad doméstica de todo.
—Parece que… las cosas han progresado —comentó con cautela, dejando la bolsa de bollos sobre la encimera de la cocina.
—Algo así —respondí, sintiendo cómo el calor me subía por las mejillas.
Adrián, en un movimiento que me dejó sin aliento, se levantó y se acercó a mí. No con la timidez de la noche anterior, sino con una confianza nueva, como si hubiera tomado una decisión.
—Creo que Clara se merece una demostración de hasta dónde han progresado las cosas —dijo, su voz baja pero clara, y su mirada no se apartaba de la mía.
—Adrián, ¿qué…? —empecé a decir, pero fue demasiado tarde.
Se inclinó hacia mí, con la intención clara de besarme. No un beso robado o tímido, sino uno deliberado, destinado a ser visto. Un beso que era una declaración.
El pánico, mezclado con una vergüenza intensa, me embargó. No estaba preparada para una exhibición pública, ni siquiera si el público era solo Clara. En un acto reflejo de pura nerviosidad, agarré la taza de té que estaba en la mesa a mi lado y me la llevé a los labios con una velocidad ridícula, intentando usar el gesto de beber como una barrera.
Lo que no calculé fue la fuerza con la que lo hice. La taza chocó contra mis dientes, el líquido caliente salpicó y, en lugar de beber, terminé volcándome la mitad del té sobre la barbilla y el suéter blanco que llevaba.
—¡Ah! —grité, más por la sorpresa y la vergüenza que por el calor.
El momento se rompió. Adrián se detuvo a centímetros de mi rostro, sus ojos pasaron de la determinación a la sorpresa y luego a la diversión. Clara soltó una risita ahogada.
—Cielos, Adria —murmuró Adrián, y sin perder la compostura, cogió una servilleta de la mesa.
Con una delicadeza que hacía que el ridículo incidente fuera aún más intenso, me tomó la barbilla con una mano y con la otra empezó a limpiar suavemente las gotas de té de mi piel. Su mirada era concentrada, una pequeña sonrisa jugueteaba en sus labios. Yo estaba paralizada, con los ojos abiertos como platos, mirando por encima de su hombro a Clara, cuya expresión había pasado de la sorpresa a un absoluto regocijo.
—Parece que el té ha enfriado los ánimos —comentó Clara, incapaz de contener una sonrisa más amplia.
Adrián terminó de limpiarme y dejó caer la servilleta empapada en la mesa. Sus dedos se quedaron un momento más bajo mi barbilla, obligándome a mirarlo.
—Lo siento —susurré, sintiéndome como una adolescente torpe.
—No lo sientas —respondió él, y su pulgar acarició mi línea de la mandíbula en un gesto rápido pero electrizante.— Tenemos todo el tiempo del mundo.
Luego, se volvió hacia Clara, con un brazo casualmente apoyado en mis hombros, reclamando su espacio, su lugar a mi lado, frente a los ojos contentos y sorprendidos de mi mejor amiga.
—Clara, ¿te apetece un croissant? —preguntó, como si lo más normal del mundo fuera intentar besar a una chica, que ella se tirara el té encima y luego ofrecer pasteles.— Parece que a Adria le ha entrado sed de repente.
Clara soltó una carcajada franca, y supe, al ver la forma en que me miraba, con una mezcla de complicidad y alegría, que todo, de alguna manera enrevesada y terriblemente torpe, iba a salir bien. Y yo, con el suéter manchado de té y el corazón latiendo a toda velocidad, no pude evitar sonreír, completamente y para siempre, perdida.