Setenta y Tres Intentos

Capítulo 23: La lógica de un novio paciente

Adria

La película era una comedia romántica predecible, la clase de cosa que ambos solíamos criticar con sarcasmo. Pero esa noche, con la luz apagada y el sofá convertido en un territorio compartido, cada escena curiosa parecía cargarse de un significado nuevo, íntimo. Las piernas de Adrián estaban estiradas junto a las mías, y su brazo, descansando sobre el respaldo del sofá, casi me rozaba los hombros. Casi.

Cuando los créditos finales empezaron a rodar, un bostezo genuino escapó de mis labios. La tensión emocional de los últimos días, sumada a la calidez de la habitación, me pesaba sobre los párpados.

Adrián apagó la televisión con el control remoto. El silencio que siguió fue cómodo, pero punzante.

—Debería irme —dijo, sin hacer el menor ademán de moverse.

—Sí —respondí yo, igual de inmóvil.

Pasó un minuto. Luego otro.

—O… —susurró él, su voz un ronroneo en la penumbra— podría quedarme.

El corazón me dio un vuelco contra mis costillas. Me giré para mirarlo. Su perfil estaba iluminado por la tenue luz de la farola que se filtraba por la ventana.

—¿Quedarte? —repetí, como una eco.

—En el sofá, claro —aclaró rápidamente, aunque una sonrisa traviesa jugueteaba en sus labios.—Es tarde. Y no quiero que pases la noche dándole vueltas a todo sola.

Era una excusa pobre. Ambos lo sabíamos. Pero también era cierta. La idea de despedirlo, de volver a la soledad de mi habitación con todo este torbellino interno, me aterraba más que la idea de que se quedara.

—Está bien —acepté, mi voz apenas un hilo de sonido.— El sofá es incómodo, pero…

—Sobreviviré —interrumpió, y su sonrisa se amplió.— Prometo no quejarme.

Nos levantamos con una torpeza sincronizada. La rutina de prepararse para dormir se desarrolló en un silencio cargado de significados. Le di una almohada y una manta, y un cepillo de dientes nuevo que guardaba para emergencias. Él lo cogió como si le hubiera entregado una reliquia.

—Buenas noches, Adrián-ánimo —dije, parándome en la puerta de mi habitación, usando el viejo apodo por primera vez en días.

—Buenas noches, Adria —respondió él, y su voz sonó cálida, como una caricia.

Cerré la puerta y me apoyé en ella, escuchando sus movimientos al otro lado: el crujido del sofá, el susurro de la manta. Un nudo de nervios y expectación se anudaba en mi estómago. Me vestí con unos pantalones de pijama y una camiseta holgada, y me metí en la cama, mirando al techo.

No podía dormir. Cada uno de mis sentidos estaba alerta, sintonizado con los sonidos del salón. Pasaron quizás veinte minutos cuando oí unos pasos suaves que se acercaban a mi puerta. Se detuvieron. Mi respiración se contuvo.

La puerta se abrió lentamente. La silueta de Adrián se recortó en el marco.

—¿Adri? ¿Estás despierta? —preguntó en un susurro.

—Sí —respondí, incorporándome sobre los codos.— ¿Pasa algo? ¿Estás incómodo en el sofá?

Él entró en la habitación. No llevaba camiseta, solo los pantalones del día anterior. La luz de la luna bañaba su torso, iluminando la familiaridad de su figura de una manera completamente nueva y alarmante.

—El sofá es un instrumento de tortura —declaró, y su voz sonaba seria, pero sus ojos brillaban con diversión.—Y no, no pienso dormir allí.

—Adrián… —protesté, sintiendo cómo el pánico empezaba a brotar en mi pecho—. No podemos… no es…

—Adria —dijo, y se acercó al borde de la cama.— Ya somos novios. Los novios duermen juntos.

La declaración fue tan absurda, tan audaz y tan inesperada, que me dejó sin palabras. Él, aprovechando mi shock, levantó la sábana y se deslizó en la cama a mi lado. El colchón se hundió bajo su peso, y su calor, inmediato y envolvente, me atravesó la camiseta.

—¿Qué crees que estás haciendo? —logré balbucear, alejándome de él hasta que mi espalda chocó contra la pared.

—Reclamando mis derechos de novio —respondió, como si fuera la cosa más lógica del mundo. Y entonces, me rodeó con sus brazos, tirando de mí hacia él con una fuerza suave pero inexorable.

Me puse rígida como una tabla. Cada músculo de mi cuerpo estaba tenso. Su pecho desnudo contra mi espalda, su aliento cálido en mi nuca… era demasiado. Demasiado rápido, demasiado real.

—¡Adrián, para! —dije, empujando sus brazos y saliendo de la cama de un salto. Me puse de pie, jadeando, con el corazón a punto de salírseme del pecho.—¡Esto es demasiado rápido! ¡No podemos simplemente…!

Él se incorporó en la cama. No parecía enfadado, sino enormemente divertido. Una sonrisa amplia y despreocupada iluminaba su rostro.

—Adria, ven aquí —dijo, y su voz era una caricia burlona.—Por favor. Deja que tu novio te abrace. Fueron muchos, muchos años de tenerte cerca y no poder besarte, ni abrazarte como yo quería. ¿Un poco de compasión para el que sufrió en silencio?

Sus palabras, aunque dichas en tono de broma, contenían una verdad profunda que me desarmó. Lo miré, allí, en mi cama, riéndose de la situación, de mi nerviosismo, de lo absurdo y maravilloso de todo. Y de repente, el miedo empezó a ceder, reemplazado por un calor que se extendía desde el pecho.

—Eres insoportable —murmuré, sin poder evitar una sonrisa tímida.

—Lo sé —admitió él, abriendo los brazos en un gesto de invitación.— Pero soy tu insoportable. Ahora, ven. Te prometo que solo vamos a dormir. O, al menos, intentarlo.

La duda aún me recorría, pero la corriente de confianza y cariño era más fuerte. Con un suspiro que era mitad resignación, mitad anticipación, di un paso hacia la cama. Luego otro. Y me deslicé de nuevo bajo las sábanas, esta vez girándome para enfrentarlo.

Él no vaciló. Me envolvió en sus brazos, ajustándome contra su cuerpo como si yo fuera la pieza que le había faltado siempre. Su respiración era tranquila y regular contra mi cabello.

—¿Ves? —susurró.— Sobreviviste.

Y, contra todo pronóstico, acurrucada en los brazos de mi mejor amigo, que ahora era algo infinitamente más aterrador y emocionante, me sentí, por primera vez en mucho tiempo, exactamente en casa.




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