Adria
El sueño no llegó de inmediato. Permanecimos abrazados en la oscuridad, dos contornos familiares aprendiendo un nuevo mapa. El sonido de su respiración, tan cerca de mi oído, era a la vez tranquilizador y profundamente perturbador. Cada pequeño ajuste de su cuerpo, cada vez que sus dedos dibujaban un círculo inconsciente en mi espalda sobre la camiseta, enviaba un nuevo escalofrío por mi columna.
—¿Estás despierta? —su voz era un ronroneo en la penumbra, rompiendo el hechizo de silencio.
—Mmhmm —asentí, sin confiar en mis propias palabras.
—Pensé que esto sería más raro —admitió, y noté cómo su pecho vibraba contra el mío al hablar.
—¿Más raro que tener a tu mejor amigo de toda la vida, que resulta que está enamorado de ti, durmiendo en tu cama después de que intentaste besarme y me tiré el té encima? —pregunté, con un dejo de sarcasmo que sonó más débil de lo que pretendía.
Él soltó una risa baja y cálida.
—Bueno, cuando lo dices así… sí, supongo que esto es bastante normal.
Callamos de nuevo. Mi mente, exhausta pero incapaz de apagarse, repasaba el viaje en espiral de los últimos días. De la negación a la evasión, del dolor a la risa, y ahora a esto: a acurrucarme con Adrián en mi cama como si fuera el lugar más natural del mundo para él.
—¿En qué estabas pensando? —preguntó, como si pudiera leer mis pensamientos.
—En que… todo ha pasado muy rápido. Y a la vez, siento que esto… tú y yo… ha estado gestándose durante años. Y yo era demasiado tonta para verlo.
Su brazo se ajustó alrededor de mí, apretándome un poco más.
—No eras tonta.Eras feliz con lo que teníamos. Yo no quería arruinar eso. —Hizo una pausa.—A veces, lo más valiente no es confesar, sino callar.
Sus palabras me atravesaron. Siempre había visto su silencio como una carga que él llevaba, pero nunca lo había considerado un acto de protección hacia mí, hacia nuestra amistad.
Giré la cabeza para poder ver su perfil a la tenue luz del amanecer que empezaba a filtrarse por la ventana.
—¿Valió la pena la espera?—pregunté, y la vulnerabilidad en mi voz era palpable.
Él se volvió también, y nuestros rostros quedaron a solo un suspiro de distancia. Sus ojos, serios ahora, recorrían los míos.
—Cada segundo—susurró.—Porque ahora estás aquí, en mis brazos, no por obligación o lástima, sino porque algo en ti, por fin, me está mirando de la misma manera en que yo te he mirado a ti durante cuatro largos años.
No pude responder. No había palabras. En lugar de eso, cerré la distancia que nos separaba y apoyé mi frente contra la suya. Fue un gesto de intimidad más profundo, quizás, que cualquier beso. Un reconocimiento silencioso. Una rendición.
El sueño nos alcanzó finalmente, entrelazados como las raíces de un árbol viejo. No hubo pesadillas, ni dudas acechando en los bordes. Solo una paz profunda, la calma que sigue a la tormenta.
Me desperté con la sensación de calor y seguridad. La luz de la mañana llenaba la habitación, bañando todo con un tono dorado. Adrián aún dormía, su brazo firmemente enlazado alrededor de mi cintura, su respiración calmada agitando suavemente mi cabello. Permanecí quieta, observándolo. La tensión habitual de su mandíbula se había relajado por completo. Parecía más joven, en paz. Era el Adrián que solo yo conocía, el de los domingos perezosos y las conversaciones sin filtro, pero ahora, sin ninguna de las barreras que él mismo había construido.
Lo estudié, memorizando la curva de su ceja, la pequeña cicatriz en la barbilla que se hizo montando en bicicleta a los quince años, la forma de su boca. Esta era la misma cara que había visto reír, preocuparse, apoyarme durante años. Pero ahora la veía como lo que siempre había sido: el rostro del hombre que amaba.
La idea no llegó como una revelación estridente, sino como una verdad quieta y absoluta que siempre había estado allí, esperando a que yo estuviera lista para nombrarla. No era el amor dramático de las películas. Era más sólido. Era la certeza de que no podía imaginar un amanecer sin él a mi lado.
Él abrió los ojos lentamente, como si emergiera de un sueño profundo. Sus pupilas se ajustaron a la luz y se encontraron con las mías. No hubo sorpresa, ni duda. Solo una lenta sonrisa que iluminó su rostro, una sonrisa que llegaba hasta sus ojos.
—Buenos días, novia —murmuró, su voz ronca por el sueño.
—Buenos días, novio —respondí, y la palabra sonó no como una etiqueta, sino como una promesa.
Se inclinó y me besó. No fue un beso de pasión desesperada, sino uno lento y deliberado, un beso que sabía a café imaginario y a futuros compartidos. Un beso que era un nuevo comienzo, arraigado en el sólido terreno de un pasado que siempre nos había pertenecido.
Cuando nos separamos, la sonrisa no se borró de ninguno de nuestros rostros. El mundo exterior, con sus proyectos, sus oficinas y sus complicaciones, podía esperar. Por ahora, lo único que importaba era la geografía de este amanecer, y el descubrimiento de que el amor, a veces, no es un destino al que se llega, sino un hogar en el que, por fin, te das cuenta de que siempre has vivido.