Adria
El aroma a café invadió el apartamento, un olor matutino común que hoy sabía a revolución. Me senté a la mesa de la cocina, observando a Adrián moverse por el espacio con una familiaridad que no era prestada, sino reclamada. Él no era un invitado en mi vida; era una parte fundamental de su arquitectura, que por fin operaba a plena luz, sin tabiques.
—¿Tostadas? —preguntó, sosteniendo el pan frente a la tostadora con una confianza que le pertenecía.
—Sí, por favor —respondí, y noté cómo mi voz sonaba diferente, más suave, como si las cuerdas vocales también se hubieran relajado tras la tormenta.
Mientras untaba mantequilla en el pan tostado, nuestro primer "ritual de novios" comenzó a tomar forma, no con grandiosos gestos, sino en la intimidad de lo cotidiano. Él preparaba el café exactamente como a mí me gustaba, fuerte y con una cucharada generosa de azúcar, sin que yo tuviera que decírselo. Yo, por mi parte, alcé la taza y le acerqué una tostada a la boca, un gesto que habría sido impensable una semana antes. Él mordió el pan con una sonrisa en los ojos, y su pie, bajo la mesa, encontró el mío en un contacto suave y deliberado.
—Tengo que ir al taller —dijo, consultando la hora en su teléfono.—Hay un retablo del siglo XVIII que me está poniendo a prueba.
—Y yo tengo que presentar los avances del proyecto de la casa en la sierra —suspiré, recordando de golpe el mundo exterior, con sus plazos y sus responsabilidades.
Un silencio cómodo se instaló entre nosotros. Era extraño. Durante años, nuestras vidas profesionales habían transcurrido en universos paralelo, compartiendo logros y frustraciones al final del día- él restaurando obras de arte antiguas en su taller, yo diseñando edificios en en la oficina de arquitectura.Ahora, esa separación se sentía como una nueva frontera que explorar.
—Oye —dijo él, rompiendo el silencio.— ¿Qué tal si cenamos juntos? Yo cocino. Puedo traer mis cosas y hacerlo aquí.
La propuesta era simple, pero su significado era enorme. No se trataba solo de una cita.Se trataba de integrar su vida en la mía de una manera nueva y tangible.
—Me encantaría —respondí, y una sonrisa tonta se dibujó en mis labios.—Pero advierto que mi cocina no está equipada para los manjares de un restaurador de arte.
—Confia en mis habilidades —sonrió él.— Puedo hacer maravillas incluso con los instrumentos más básicos.
Después del desayuno, mientras recogíamos los platos, él se detuvo detrás de mí, rodeándome la cintura con sus brazos y enterrando su rostro en mi cuello.
—¿Sabes cuál es la mejor parte de todo esto? —murmuró contra mi piel.
—¿El qué?
—Que ya no tengo que fingir. Que puedo hacer esto —dijo, girándome suavemente y besándome, un beso lento y con sabor a café— cuando se me antoje.
Sonreí contra sus labios.
—Técnicamente, todavía estás en periodo de prueba, señor. No abuse de los privilegios.
—Demasiado tarde —respondió, robándome otro beso rápido.—Llevo años acumulando derechos.
Salimos del apartamento juntos, y por primera vez, su mano encontró la mía de forma natural y abierta en el rellano, sus dedos entrelazándose con los míos. No éramos solo Adria y Adrián, amigos de toda la vida. Éramos Adria y Adrián, punto. Una unidad nueva, aunque con una historia larga.
Al llegar a la puerta de la calle, nos detuvimos. Él iría hacia su taller, en el otro extremo de la ciudad, y yo hacia mi oficina. Era la misma separación de siempre, pero hoy sentía una punzada de desapego, un nuevo hilo invisible que se estiraba entre nosotros.
—¿Te parece bien si paso por tu oficina al mediodía? —preguntó, como si hubiera leído mi pensamiento.— Podemos almorzar. Sin evasiones.
—Sí —asentí, sintiendo cómo esa simple idea calmaba la extraña ansiedad. —Sin evasiones.
Se inclinó y me dio un beso suave y rápido, un sello en los labios a plena luz del día, en la acera, frente a quien quisiera verlo. Luego, con una sonrisa que me hizo prometerle mentalmente no pasar todo el día sonriendo como una tonta en reuniones de trabajo, se dio la vuelta y se alejó.
Yo me quedé allí un momento, viendo cómo se perdía entre la multitud.
Entré en la oficina con una energía renovada, el contraste era palpable. Donde el taller de Adrián olía a madera antigua y barniz, aquí todo eran planos inmaculados y pantallas de ordenador. Mi socia Daniela me lanzó una mirada curiosa al notar mi expresión distinta.
—¿Algo pasa? —preguntó mientras revisábamos los avances del proyecto de la sierra.
—No —respondí, demasiado rápido—. ¿Por qué?
—Porque llevas la misma sonrisa boba desde que llegaste —dijo con una risa.— Y ese morenito en el cuello no estaba ayer.
Sentí el calor subirme al rostro. Mientras Daniela se reía, no pude evitar sonreír también. Mi vida, antes claramente dividida entre el trabajo y mi amistad con Adrián, ahora tenía una nueva geografía, un continente recién descubierto cuyos mapas estaba deseando trazar.
—No digas tonterías.—me toque el cuello, vagamente.Adrián... Adrián.Te voy a matar.—Vamos tenemos una reunión con Leo.
Nos dirigimos a la sala de reuniones y Leo comenzó la reunión, distribuyendo planos y hablando de plazos. En un momento dado, se volvió hacia mí.
—Adria. ¿Tiene alguna opinión al respecto?
Daniela a mi lado soltó una risita ahogada. Ella sabía que miente estaba en otra parte.
—No Leo, todo está magnífico—respondí, manteniendo la compostura profesional, aunque sentía un calor familiar subiéndome por el cuello—De todas formas revisaré los planos y te daré una respuesta por la tarde.
La reunión continuó, pero mi mente vagaba, dividida entre los planos y la imagen de Adrián en mi cocina, entre los plazos y la promesa de su mano en la mía en el rellano. Mi vida, antes claramente dividida entre el trabajo y mi noviazgo con Adrián, ahora tenía una nueva geografía, un continente recién descubierto cuyos mapas estaba deseando trazar. Y cada latido de mi corazón, cada sonrisa tonta que tenía que disimular, me confirmaba que el viaje, con todos sus desafíos, era el más emocionante que jamás emprendería.