Adrián
—¡Ay, Adrián, me duele, mi amor! ¡Ah!
El grito de Adria atravesó la fría sala de partos como un cuchillo. Le tomé la mano, notando cómo sus dedos se aferraban a los míos con una fuerza desesperada.
—Tranquila, mi vida, respira —murmuré, tratando de imprimir calma en mi voz que no sentía—. Estoy aquí. Siempre estaré aquí.
—¡Puja, puja! —instaban las enfermeras, sus voces formando un coro urgente a nuestro alrededor.
El mundo se redujo a su rostro congestionado, a sus ojos llenos de un esfuerzo sobrehumano, a su mano que era mi único ancla. Hasta que, por fin, un llanto agudo y vigoroso llenó la habitación. Un sonido que significaba vida, que significaba milagro. Un suspiro colectivo de alivio.
Pero entonces, la mano de Adria se aflojó en la mía. Sus párpados se cerraron. Su cabeza cayó ladeada sobre la almohada.
—Adria —susurré, el pánico trepando por mi garganta como una enredadera venenosa—. Adria, mi amor, despierta.
—Señor, debe salir —dijo una enfermera con firmeza, tomándome del brazo.
—¡Déjenme ver a mi mujer! —rogué, pero ya me guiaban hacia la puerta, alejándome de ella, de su cuerpo inmóvil.
Las horas que siguieron fueron las más largas de mi vida. Recorrí la sala de espera como un tigre enjaulado, con el corazón oprimido por un miedo que no conocía desde aquel día en que supe que podía perderla antes de siquiera tenerla. Cada sombra en el rostro de un médico que pasaba me hacía estremecer. La mujer que amaba, mi Adria, mi todo, estaba detrás de esas puertas y yo no sabía si…
No. No podía siquiera pensar en ello.
Cuando por fin me permitieron entrar, crucé la habitación en tres zancadas. Estaba pálida, con el cabello pegado a su frente por el sudor, pero sus ojos… sus preciosos ojos me miraban, y estaban llenos de vida.
—Mi vida, ¿cómo estás? —repetí una y otra vez, cubriendo su rostro con besos, saboreando la sal de su piel, la prueba tangible de que estaba aquí, conmigo.
Ella sonrió, débil pero cierta.
—Estoy bien,mi amor. ¿Ya viste a la niña?
—No —respondí, acariciando su mejilla—. Estaba muy preocupado por ti.
Una enfermera entró entonces, trayendo en sus brazos un bulto pequeño envuelto en una manta. Me acercó a la criatura y, por primera vez, miré a mi hija. Tenía el rostro enrojecido, unos puños diminutos apretados, y una mata de cabello oscuro que ya prometía ser rebelde.
—Es hermosa —susurré, con la voz quebrada por una emoción que me desbordaba.
—Es igual que tú, mi amor —dijo Adria, con una sonrisa de agotamiento y felicidad.
—Tiene tus mismos ojos —argumenté, aunque en ese momento solo veía perfección.
Nos besamos, un beso suave y lleno de todas las promesas que habíamos cumplido y todas las que aún nos quedaban por hacer.
Debido a su estado, Adria permaneció en el hospital cinco días. Nuestra habitación se llenó de flores, de globos, de los alegres ruidos de nuestra familia y amigos que venían a conocer a la pequeña Leyla. Finalmente, el día del alta llegó. Al abrir la puerta de nuestra casa, un torbellino de energía de cinco años salió corriendo hacia nosotros.
—¡Mami! ¡Papi! —gritó Lucas, nuestro hijo mayor, lanzándose a nuestros brazos.
—¡Hijo! —lo alcé, sintiendo cómo su abrazo fuerte me llenaba de un orgullo que nunca dejaba de sorprenderme.
—¡Déjenme ver a mi hermanita! —exigió, ansioso.
Adria, con una sonrisa que iluminaba su rostro aún cansado, se agachó con dificultad.
—Mira,mi amor —susurró, mostrándole el rostro de la pequeña Leyla, que dormía plácidamente en el moisés.
Lucas observó con una seriedad inusual para su edad, luego extendió un dedo y acarició con infinita suavidad la mejilla de su hermana.
—Es chiquita —declaró, y luego me miró—. La voy a cuidar, papi. Como tú cuidas a mamá.
En ese momento, con mi esposa a mi lado, mi hijo abrazándome la pierna y mi hija durmiendo en su cuna, supe que este era el cuadro más perfecto que podría haber imaginado. La amistad que se convirtió en amor había crecido, se había multiplicado, y había echado raíces profundas en este hogar que construimos juntos. Después de todos los años de silencio, de espera, de miedo, había encontrado no solo el amor de mi vida, sino una vida entera de amor. Y era más de lo que jamás me había atrevido a soñar.