Setenta y Tres Intentos

Capítulo 27: El Eco de la Felicidad

Adrián

La puerta de mi taller se cerró a mis espaldas, aislando el mundo exterior. El silencio, habitualmente poblado por el susurro de mis herramientas y el crujir de la madera vieja, era ahora absoluto. Me apoyé contra la madera gastada, cerré los ojos y dejé escapar una respiración que no sabía que estaba conteniendo.

Un temblor me recorría las manos. No de nerviosismo, sino de una descarga pura, eléctrica, de felicidad.

No puedo estar más feliz.

La frase resonaba en mi mente, una verdad tan grande que casi no cabía dentro de mi pecho. Cuatro años. Mil cuatrocientos sesenta días de mirarla, de amarla en un silencio que a veces me ahogaba. Cuatro años de ser su "Adrián-ánimo", su roca, su confidente, mientras por dentro ardía con un fuego que creía que nunca vería la luz.

Y ahora… ahora todo había cambiado.

Abrí los ojos y mi mirada cayó sobre el banco de trabajo. Sobre las virutas de madera, los frascos de barniz, las herramientas esperando en su sitio. Todo era igual, y sin embargo, nada lo era. El aire mismo sabía diferente. Más ligero. Como si el peso de un secreto de cuatro años se hubiera evaporado, dejando a su paso una especie de éxtasis tranquilo.

Caminé hasta el banco y pasé los dedos por la superficie de una pieza de roble en la que estaba trabajando. La textura áspera y familiar me ancló a la realidad. Esto no era un sueño. Había estado en su oficina. La había besado. Delante de una puerta de cristal, sí, como un idiota imprudente y feliz. Y ella no me había rechazado. Sus labios habían respondido a los míos, torpemente, con esa mezcla de sorpresa y aceptación que me volvía loco.

El sueño de mi vida al fin se cumplió.

Una risa ronca, incredula, escapó de mis labios. Sonó extraña en la soledad del taller. Siempre me había imaginado este momento como algo épico, un clímax de película. Pero no había sido así. Había sido desordenado, lleno de tropiezos, de té volcado, de un dedo del pie magullado y de besos robados en una oficina. Era perfecto. Era nuestro. Tan imperfecto y real como los muebles viejos que yo restauraba, llenos de historias y cicatrices, pero con un alma que perduraba.

Agarré un trozo de madera y empecé a pulirlo, un acto inconsciente mientras mi mente revivía cada segundo. La sensación de su mano en la mía en el rellano. El sonido de su risa en la oficina . La manera en que su cuerpo se había relajado contra el mío mientras dormía.

Era una felicidad tan vasta que casi daba miedo. Como si hubiera estado conteniendo la respiración durante cuatro años y por fin pudiera exhalar. Un alivio tan profundo que se convertía en alegría pura.

Miré mis manos, las manos que sabían dar forma a la madera, que podían devolverle la vida a lo olvidado. Esas mismas manos ahora tenían permiso para tocarla a ella. No con la cautela de un amigo, sino con la certeza de quien pertenece a ese lugar.

Una determinación férrea se instaló en mí. No iba a arruinarlo. No iba a ahogarla con la intensidad de todo lo que había guardado durante tanto tiempo. Iba a construir esto con la misma paciencia y cuidado con la que abordaba una pieza de museo. Capa a capa. Día a día.

Sonreí, sintiendo una calma que no conocía desde… nunca, en realidad.

Tomé el teléfono y escribí un mensaje. No una declaración grandiosa, sino algo simple, verdadero.

Para Adria: No puedo dejar de sonreír. Pensar en verte a las siete es lo único que importa hoy.

Lo envié y dejé el teléfono sobre el banco. No necesitaba una respuesta inmediata. Solo necesitaba que supiera que estaba aquí, que este sentimiento, este milagro, era real.

El taller seguía en silencio, pero ya no estaba vacío. Estaba lleno del eco de su risa, del fantasma de su beso, de la promesa de un futuro que, por fin, tenía su rostro. El sueño de mi vida se había cumplido. Y ahora, el trabajo más importante de mi vida comenzaba: hacerla tan feliz como ella me hacía a mí en este preciso instante.




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