Setenta y Tres Intentos

Capítulo 29: La Dulce Persistencia

Adria

La luz de la mañana se filtraba suavemente por las persianas, pintando rayas doradas sobre la cama y sobre el brazo de Adrián, que me rodeaba con una firmeza posesiva incluso en sueños. Desperté antes que él, y me quedé quieta, observando su rostro en la placidez del sueño. La línea de tensión que solía marcar su entrecejo había desaparecido, y en su lugar había una tranquilidad que me llenó el corazón de una ternura casi dolorosa.

Mis dedos trazaron suavemente la curva de su labio, y él sonrió, un gesto inconsciente y adorable. Sus pestañas se agitaban y sus ojos se abrieron lentamente, desenfocados por el sueño, hasta que se posaron en mí. Al instante, se iluminaron con una calidez que me hizo sonrojar.

—Buenos días —susurró, y su voz ronca por la mañana me recorrió como un reguero de pólvora.

—Buenos días —respondí, sintiendo cómo una sonrisa tonta se apoderaba de mi rostro.

Sin decir nada más, se inclinó y me besó. No era un beso apasionado o urgente, sino lento y profundo, como si estuviera saboreando el simple milagro de poder hacerlo. Un beso que decía "buenos días" y "te amo" y "qué suerte tengo" todo al mismo tiempo.

Cuando al fin nos separamos, jadeantes y sonriendo como adolescentes, él se levantó con una energía que contrastaba con mi modorra.
—Quédate ahí.Voy a preparar el desayuno.

Regresó quince minutos después con una bandeja. Tostadas perfectamente doradas, un bowl de fruta fresca, café humeante… y una rosa solitaria en un vasito pequeño. Lo colocó sobre la cama con ceremonia.

—Para la mujer que ilumina mi vida —dijo, con una solemnidad cómica que me hizo reír.

Mientras desayunábamos entre las sábanas, no podía dejar de tocarme. Un beso en el hombro. Otro en la sien. Un brazo alrededor de mi cintura que me atraía constantemente hacia él.

—Adrián —me quejé, entre risas, después de que interrumpiera mi primer bocado de tostada para besarme de nuevo.—¡Para! Eres demasiado pegajoso. Déjame comer en paz.

Él fingió una expresión de profundo dolor.
—¿Pegajoso?¿A mí? —sus manos se posaron en mi cintura, haciéndome cosquillas.—Después de todos los años que me tuve que contener… ¿ahora te quejas de que soy cariñoso? ¡Eres una mujer terrible!

—¡Es que no puedo ni tomar un sorbo de café! —protesté, riendo sin aliento mientras intentaba esquivar sus besos, que ahora llovían sobre mi cuello y mi rostro.

—Pues aprende a tomar café con una mano —refunfuñó, sin detenerse—, porque la otra va a estar ocupada sosteniéndote. —Su tono se suavizó, y los besos se hicieron más lentos, más deliberados.— Tienes que entenderlo, Adria. Me pasé cuatro años viéndote a centímetros de distancia, soñando con poder hacer esto. —Su boca encontró la mía en otro beso profundo y hambriento.— Cuatro años en los que cada risa tuya era un beso que no podía darte. Cada lágrima, un abrazo que me negaba.

Sus palabras me dejaron sin aliento. La queja se desvaneció de mis labios, reemplazada por una ola de comprensión y compasión. Dejé la taza de café a un lado y le tomé el rostro entre mis manos.

—Lo sé —susurré, mirándolo a los ojos.— Lo sé, mi amor. Y ahora puedes besarme todo lo que quieras.

Una sonrisa de triunfo, tierna y traviesa a la vez, iluminó su rostro.
—Eso es justo lo que quería oír.

Y procedió a hacer exactamente eso. La bandea del desayuno quedó relegada a un rincón de la cama, olvidada, mientras él me cubría de besos. Besos en los párpados, en la punta de la nariz, en cada comisura de mis labios. Besos que eran disculpas por el tiempo perdido y promesas para el futuro.

—Te amo —murmuraba entre beso y beso, como un mantra.—Te amo, te amo, te amo.

Y yo, atrapada entre sus brazos, rodeada por el aroma del café, la mermelada y su colonia, me rendí a la dulce e implacable persistencia de su amor. No había prisa. Teníamos todo el tiempo del mundo para recuperar aquellos cuatro años, un beso a la vez.




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