Adria
Un año después.
La brisa salina jugueteaba con el vuelo de mi vestido y con los pétalos de rosas que Clara, sonriendo a través de sus propias lágrimas, arrojaba sobre el pasillo de madera que se adentraba en la playa. No era una ceremonia grande. Solo nuestros rostros más queridos, testigos silenciosos de un amor que había florecido en la paciencia y la verdad.
Al final del camino, bajo un arco de enredaderas y rosas blancas, estaba él. Adrián.Impecable en su traje, las manos temblorosas y los ojos brillando con una luz que solo yo conocía. La misma luz que había visto aquella mañana en mi cama, rodeados de migas de tostada y besos robados. La misma que había iluminado su rostro la noche del corazón de pétalos.
Al tomar mi lugar a su lado, me tomó las manos. Sus dedos, fuertes y conocidos, se entrelazaron con los míos.
Sus ojos, fijos en los míos, ya brillaban con una película de lágrimas incluso antes de que comenzara la ceremonia. Cuando el juez nos dio la palabra, él respiró hondo, pero la voz se le quebró al primer intento.
—Adria… —logró decir, y una lágrima escapó, recorriendo su mejilla.— Durante años… fui tu mejor amigo. Y fue el honor más grande de mi vida. —Hizo una pausa, conteniendo otro sollozo.—Pero en el silencio… te amaba. Te amaba con todo lo que era.
Una sonrisa se dibujó en mis labios, recordando el consejo que había salvado mi proyecto.
Otra lágrima cayó, y luego otra. Ya no intentó detenerlas. El llujo era tan profundo y tan honesto que arrancó lágrimas a medio salón.
—Hoy —continuó, su voz cargada de una emoción que lo sacudía— no quiero ser solo tu amigo. Ni siquiera solo tu novio. Te amo… y por fin me convertiré en tu esposo. Quiero ser el hombre que te abrace cada mañana y que te guarde cada noche. Quiero ser tu hogar, como tú siempre has sido el mío.
Las últimas palabras fueron casi un susurro ahogado. Sus hombros temblaban, y ya no podía hablar. El peso de todos aquellos años de amor callado, de espera silenciosa, parecía desbordarse en ese instante de absoluta realización.
Sin pensarlo, solté sus manos por un momento. Di un paso al frente y lo abracé, rodeando con mis brazos su espalda ancha, que se estremecía con cada sollozo contenido. Apoyé mi mejilla contra su pecho, sintiendo el latido furioso de su corazón a través de la tela impecable.
—Tranquilo —susurré, solo para él, acariciando su espalda.— Ya está, mi amor. Estamos aquí. Lo logramos.
Él enterró su rostro en mi cuello, y sentí el calor de sus lágrimas en mi piel. Un suspiro colectivo, lleno de emoción, recorrió a los invitados. No era un momento de debilidad; era la prueba más pura de su fortaleza, de la profundidad de un sentimiento que había sobrevivido a la duda y al tiempo.
Poco a poco, su respiración se fue calmando. Se separó lo justo para mirarme, con los ojos enrojecidos pero llenos de un amor tan radiante que me dejó sin aliento.
—Lo siento —murmuró, limpiándose las mejillas con el dorso de la mano.
—No lo sientas nunca —respondí, tomando su rostro entre mis manos.— Son las lágrimas más hermosas que he visto.
Cuando llegó mi turno, mis propias palabras salieron teñidas por la emoción de su confesión.
—Prometo ser el lugar donde tu amor nunca más tenga que esconderse.Donde cada lágrima sea compartida y cada sonrisa, multiplicada. Eres mi sueño hecho realidad, Adrián. Mi eterno, mi siempre.
—Y te prometo —continué yo, mirándolo sin pestañear— no volver a huir. Aceptar cada beso, cada abrazo «pegajoso», y recordarte siempre que el amor más fuerte no es el que llega con estruendo, sino el que crece en silencio, como una enredadera, hasta hacerse indispensable.
El juez pronunció las palabras que convertían lo que siempre habíamos sido en algo nuevo y, a la vez, eterno. Y cuando dijo «pueden besarse», no fue un beso de pasión desenfrenada, sino uno lento, profundo, lleno de la calma de quien ha llegado, por fin, a casa.Un beso que sellaba la promesa de que, a partir de ese día, su amor ya nunca tendría que llorar en silencio. Tendría todo el espacio del mundo para resonar, fuerte y claro, en cada rincón de nuestra vida compartida.Todos aplaudieron orgullosos con lágrimas en los ojos.
La fiesta fue tan nuestra como la ceremonia. Bajo las estrellas y las guirnaldas de luces, rodeados de risas y música, bailamos. Su mano en mi cintura, mi cabeza apoyada en su hombro, moviéndonos al mismo compás con el que habíamos aprendido a caminar juntos.
—¿Recuerdas —susurró él en mi oído, mientras girabamos lentamente— cuando pensaste que todo se iba a romper?
—Cómo olvidarlo —respondí, apretándome más contra él.—Tenía tanto miedo de perderte.
—Nunca me perderás —aseguró, y en su voz no había duda, solo certeza.— Solo me ganaste, de una manera diferente.
Al final de la noche, cuando los últimos invitados se despedían entre abrazos, risas y lágrimas, nos escapamos unos momentos hacia la orilla.La luna alta pintaba ahora una senda plateada sobre el mar. Con mis tacones en una mano y la otra firmemente entrelazada con la de Adrián, caminamos descalzos por la orilla, la espuma fría de las olas rozando nuestros pies.El mar, negro e infinito, rompía con un susurro constante contra la arena.
El aire aún llevaba el eco de la música y la alegría, pero aquí, en la inmensidad silenciosa de la noche, todo era paz. Caminamos un rato en un silencio cómodo, solo el sonido rítmico del mar y nuestra respiración sincronizada.
Me detuve, girándome hacia él. A la luz de la luna, su perfil parecía esculpido en plata, y sus ojos, que horas antes habían derramado lágrimas de felicidad, ahora reflejaban la calma del océano.
—Ahora que oficialmente eres mi marido—comencé, una sonrisa juguetona en mis labios—, creo que me debes una confesión completa.
Él arqueó una ceja, intrigado.
—¿Oh?¿Y qué confesión sería esa, señora?