Severýn Nalyvaiko

2.1 Fuego de la lucha: encendiendo la esperanza

La oscuridad de la noche encarnaba el mismo abismo que había devorado las tierras ucranianas, donde reinaban opresión y servidumbre. Solo los horizontes estaban iluminados por las hogueras de las posesiones señoriales, que parecían burlarse de los afligidos, como estrellas en el cielo de la esclavitud. Pero en lo profundo de los bosques, en una quebrada oculta a todos, se reunió la compañía de los desesperados. Junto a un pequeño fuego, cuyo fulgor trataba de alejar la negrura nocturna, estaba Nalyvayko. Las llamas danzaban sobre su rostro, donde la determinación luchaba contra el cansancio, y en sus ojos ardía el mismo fuego que intentaba avivar en los corazones de sus camaradas.

No era un hombre de gran estatura, pero su porte parecía enraizado en la tierra que juraba defender. Su cabello ondulado, con las sienes pegadas por la humedad nocturna, aparecía revuelto, y la barba recortada acentuaba los rasgos, dándole una dureza pétrea. Un jirón de cuero sobre la túnica y una pesada capa de lana en los hombros lo hacían parecer un poderoso roble que ha resistido los vientos gélidos del invierno. En la mano derecha sostenía con firmeza la empuñadura de su sable, cuya hoja reflejaba los estallidos del fuego.

Los cosacos sentados alrededor de la hoguera lo escuchaban embelesados. En sus miradas comenzaba a brillar algo distinto: el resplandor de la esperanza y la resolución. Nalyvayko hablaba en voz baja, como el tañer de manantiales subterráneos, y cada palabra caía en los oídos con la fuerza de una piedra arrojada a agua quieta.

—¡No somos ganado para que nos conduzcan al pasto y nos quiten la cosecha! —dijo— ¡No somos cuerdas para atarnos en la iniquidad! Nuestra tierra nos llama a la lucha. Está agotada por los arados señoriales y desangrada bajo las botas de los soldados. Cada uno de ustedes recuerda el grito de su alma cuando les quitaron lo último —incluso el derecho a respirar libremente. Ese grito es el fuego que arde en nuestro interior.

Habló de lo que habían perdido, pero también de lo que podían recuperar: la libertad como derecho inalienable de cada persona, no como un don del destino ni de los poderosos. Sus palabras eran simples y sinceras; tocaban las cuerdas más profundas del alma cosaca.

De pronto, desde el norte llegó un lejano grito y un disparo. Los cosacos enmudecieron; sus ojos se clavaron en la oscuridad. La tensión apretó el aire como antes de una tormenta.

—He aquí el derecho del fuerte: arrebatar vidas y mutilar destinos. Pero nosotros opondremos otro derecho: el derecho de la fuerza de la verdad.

Nalyvayko extendió la mano sobre el fuego como si extrajera fuerza del propio vientre de la tierra.

Se levantó uno de los cosacos: un muchacho cuyo rostro aún no había sido endurecido por el viento de la vida.

—Si perdemos… atamán? —su voz temblaba por el miedo.

Nalyvayko lo miró con compasión y serenidad.

—Si morimos —respondió— será con los ojos abiertos al sol.



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En el texto hay: ukraine, cossacs

Editado: 15.10.2025

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