Severýn Nalyvaiko

2.3 Las primeras batallas: el valor cosaco en Moldavia

El sol comenzaba a hundirse en el horizonte cuando las primeras oleadas de guerreros enemigos aparecieron a lo lejos, como una marea oscura que avanzaba sobre la tranquila llanura. El aire se volvió denso con el olor del metal frío y el miedo del cuerpo, pero entre los cosacos reinaba un silencio indomable, roto solo por el susurro del viento en la estepa, que atravesaba sus almas como una advertencia suave del destino que se acercaba.
Nalyvaiko se alzaba en lo alto de una colina, su figura recortada contra el cielo pálido como si hubiera sido tallada en la piedra misma de la fe. Sabía que aquella noche sería una prueba no solo para los músculos, sino también para el alma de cada uno de sus hermanos.

El primer grito, semejante al aullido de un lobo, resonó desde las filas moldavas, y en un instante la estepa cobró vida. Los cosacos se movieron como un solo cuerpo, lanzándose al encuentro del enemigo. La batalla estalló con una ferocidad indescriptible.
Los destellos de los sables, reflejados en las antorchas, parecían estrellas cayendo sobre la tierra, y el estrépito del acero recordaba a un trueno lejano.
Nalyvaiko, como un espíritu del combate, se desplazaba entre la confusión; su espada encontraba las grietas en las armaduras contrarias, y su voz —llena de autoridad— imponía orden en medio del caos.

Cada golpe era preciso, cada maniobra medida.
Nalyvaiko no solo luchaba: observaba, analizaba, preveía.
Veía cómo los soldados moldavos, habituados a tácticas previsibles, se desorientaban ante la rapidez y la audacia de los ataques cosacos. Su estrategia, basada en la velocidad y la sorpresa, daba frutos. El enemigo comenzaba a retroceder, abrumado por una fuerza que le parecía sobrehumana.

Pero aquella batalla no trataba solo de fuerza física. Era una prueba del espíritu.
Los jóvenes cosacos, que por primera vez veían la muerte tan cerca, combatían sus propios temores, hallando coraje en los ojos de sus compañeros y en la voluntad inquebrantable de su líder.
La sangre que manchaba sus rostros no era solo señal de la brutalidad de la guerra, sino también símbolo de su entrega a la causa de la libertad.

Cuando la luna se alzó alta en el cielo, la lucha comenzó a apagarse.
El campo estaba cubierto de cuerpos, y el aire pesaba con el olor de la muerte y del polvo de pólvora.
De pie entre los restos del combate, Nalyvaiko sentía no solo cansancio, sino una mezcla profunda de emociones: orgullo por el valor de sus hombres, dolor por los caídos.
Cada victoria tenía un precio, y él llevaba ese peso sobre los hombros.

Pasó entre los heridos, y su presencia les devolvía algo más que esperanza: les daba fuerza para resistir.
Sus palabras, suaves pero firmes, eran bálsamo para las almas desgarradas.
Sabía que aquella batalla era solo el comienzo, el primer paso en un camino largo y peligroso que ellos mismos habían elegido.

Más tarde, junto a la hoguera, los cosacos se reunieron para compartir lo vivido.
En sus rostros se mezclaban las huellas del cansancio y el brillo del triunfo.
Nalyvaiko se mantenía algo apartado, con la mirada fija en la distancia, como si ya estuviera trazando los próximos movimientos.

La noche crecía lentamente, y las estrellas —testigos mudos del valor y del sufrimiento humanos— brillaban intensamente en el cielo.
Nalyvaiko sentía que cada una de ellas le recordaba la promesa hecha a sí mismo y a su pueblo: la de luchar hasta el final, sin importar el precio.
Y aunque el camino sería largo y lleno de peligros, sabía que junto a sus hermanos podrían superar cualquier obstáculo.
Aquella noche fue solo el comienzo, pero dejó una huella imborrable en los corazones de todos los que participaron en ella, uniéndolos para siempre por un mismo propósito y una misma sangre.



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En el texto hay: ukraine, cossacs

Editado: 15.10.2025

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