El aire de la tarde estaba cargado con susurros fríos sobre los peligros que acechaban el campamento, y Nalyvaiko sentía cómo su mirada atravesaba la oscuridad como una espada atravesando la armadura. Percibía el peso de la responsabilidad por el destino de la rebelión, porque sin alianzas sólidas y apoyo diplomático, todos sus esfuerzos podían resultar en vano. Se encontraba en ese estado cuando escuchó el golpeteo de cascos de un caballo.
Con la aproximación del jinete, vestido con una capa oscura y el rostro oculto bajo la capucha, Nalyvaiko sintió un cambio en la atmósfera del campamento. Era un mensajero del señor moldavo, un hombre llamado Radu, con una voz que enfatizaba cada palabra y unos ojos que revelaban sus verdaderas intenciones. Nalyvaiko lo recibió junto a su tienda, donde la llama de una vela proyectaba sombras danzantes sobre las paredes.
Radu hablaba sobre la posibilidad de una alianza y ayuda en forma de armas y provisiones, pero sus palabras estaban llenas de condiciones y amenazas veladas. Mencionaba la complejidad del juego político en la región, donde los intereses de Moldavia, el Imperio Otomano y la Mancomunidad Polaco-Lituana se entrelazaban. Nalyvaiko escuchaba atentamente, sintiendo no solo esperanza, sino también nuevos riesgos.
Más tarde esa misma noche apareció una segunda figura: una mujer llamada Olena, representante de los tártaros de Crimea. Iba vestida con seda y lana, sus movimientos eran precisos y gráciles, y en sus ojos ardía el fuego de la independencia. Ella ofrecía una alianza temporal y prometía apoyo en la lucha contra un enemigo común.
Las negociaciones continuaron hasta altas horas de la noche, y Nalyvaiko sentía el peso de la responsabilidad sobre el futuro de la rebelión. Comprendía que las alianzas no solo implicaban ayuda material, sino también confianza y objetivos compartidos. Recordaba a sus compañeros y sentía la necesidad de actuar con sabiduría.
A la mañana siguiente se reunió con ambos representantes; su voz era tranquila y firme. Expresó su disposición a cooperar bajo la condición de respeto mutuo y objetivos compartidos. Sus miradas le recordaban las complejas negociaciones que aún estaban por venir.
Cuando se retiraron, Nalyvaiko subió a la colina desde donde se divisaba el campamento y las tierras circundantes. Sentía el viento con nuevas oportunidades y amenazas. Sabía que el futuro requeriría no solo estrategia militar, sino también habilidad diplomática.
Regresó al campamento con la conciencia de que los nuevos aliados eran solo el comienzo de un largo juego. La apuesta no era solo la victoria, sino la propia idea de libertad.