Mi querido diario, me presento como Dorian Thereon. La pluma se desliza sobre estas páginas con la intención de liberar pensamientos que han permanecido cautivos en el laberinto de mi mente. Este es mi espacio privado de confesión, un testimonio de la soledad que ha tejido su hilo en torno a mi vida. Este diario surge como una búsqueda de complicidad en la penumbra de mi aislamiento.
La falta de amigos no es un hecho casual, sino una consecuencia directa de mi origen. Proveniente de una familia prestigiosa, el peso de la distinción ahuyenta a quienes podrían acercarse por el simple deseo de conocerme. En pocos días, iniciaré mi primer año en la academia Parnassus, un bastión de conocimiento reservado para las élites, las mentes brillantes y aquellos con un talento particular, incluso para lo más oscuro, según sugiere una leyenda urbana.
En este momento, me encuentro en mi hogar, en mi cama, pero la tranquilidad es perturbada por una sensación extraña. Mis padres, eternamente inmersos en asuntos de negocios, han dejado el hogar como un eco vacío. La mansión, por su magnitud, parece resonar con susurros de presencias no vistas. Una sombra sutil, sin intenciones claras, se desliza entre las habitaciones, dejando un eco de inquietud en mi alma.
Vivo en una casa particularmente grande, con paredes que parecen contener historias no contadas. En unos días, cuando las clases en la academia Parnassus den inicio, deberé decidir si el refugio de la residencia escolar puede liberarme de la pesada soledad que cierne sobre mí. Mi familia está lejos, en interminables viajes, y mi decisión de prescindir de empleados solo intensifica mi desconfianza hacia aquellos que se aproximan por el resplandor de la riqueza y la fama.
La familia Thereon, una de las más antiguas de la ciudad, ha trazado su linaje con tinta de reconocimiento y poder. Sin embargo, la tinta se desvanece en la página de mi vida, marcada por la quietud y la inseguridad. Este diario se erige como un faro en la oscuridad, una voz que busca resonar más allá de las sombras que la rodean.
Como todos los días, me sumergiré en las profundidades del bajo mundo, vestido con la sencillez de un plebeyo. No lo hago por la comida, aunque disfruto saborearla mientras el bullicio de la gente riendo resuena a mi alrededor. Es más bien por la curiosa fascinación que tengo por observar sus vidas, tan ajena a la mía. Como noble del siglo XXI, mi presencia en este rincón oscuro de la ciudad Obsidianus Umbra es tan inusual como una rosa brotando en un campo de ceniza.
Los nobles de mi época no suelen mezclarse con aquellos que habitan en las sombras de la sociedad. Pero aquí estoy, sumido entre risas y charlas, como un observador silencioso de un mundo que no me pertenece. Es en este lugar donde la ciudad revela su verdadero rostro, lejos de la opulencia de las mansiones y el brillo de los salones de baile.
El nombre de la ciudad, Obsidianus Umbra, se remonta al latín, inspirado por las leyendas de un hombre considerado un héroe en las historias antiguas. Cuentan que hace eones, las sombras amenazaron con devorar el mundo, una referencia a la invasión de demonios. Pero, según la leyenda, un hombre valiente y honorable se sacrificó para cerrar la brecha entre el reino demoníaco y el humano. Ese hombre, cuyo nombre es la base de la ciudad, se convirtió en una figura mítica. Sin embargo, siempre he considerado esas historias como meros cuentos, fábulas que buscan infundir temor o esperanza en los corazones de aquellos que las escuchan. ¿Veracidad en esas leyendas? Lo dudo. Continuaré explorando las sombras del presente, entre los muros de Obsidianus Umbra, tratando de encontrar un sentido en esta dualidad entre mi nobleza y la realidad cruda que se desenvuelve ante mis ojos.
Mientras devoraba mis fideos picantes de Chongqing, mi atención fue capturada por una joven dama de enigmática belleza. Su cabello negro caía en cascadas y sus ojos, de un violeta profundo, parecían guardar secretos tan oscuros como las noches misteriosas. Mi curiosidad me impulsó a acercarme, así que salí del restaurante, pero antes de que pudiera intercambiar palabras, mi mirada se desvió hacia un callejón cercano. Dos figuras yacían en el suelo, revelando un suceso tan inesperado como macabro. Mi corazón se aceleró y, en un estado eufórico, me dirigí hacia ellos con la esperanza de ofrecer ayuda.
La sorpresa y el horror se apoderaron de mí cuando reconocí a las dos personas. Eran mis padres, vestidos de manera peculiar con ropas oscuras y un símbolo ligeramente diferente al de nuestra casa. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal al darme cuenta de que había visto ese símbolo antes, aunque no podía recordar dónde.
La escena en el callejón se volvía más sombría con cada segundo. El suelo estaba teñido de rojo y mi rostro palideció ante la terrible realidad. A pesar del shock inicial, reuní fuerzas para llamar a la policía imperial.
La llegada de las autoridades no tardó en suceder, y mi presencia en ese territorio tan ajeno para la nobleza causó sorpresa. Mi respuesta ante la tragedia, sin embargo, parecía desconcertar aún más a los presentes. Los policías, incrédulos, observaban cómo afrontaba la situación con una serenidad inusual. Les expliqué que intenté buscar pistas, pero el callejón reveló poco y nada.
La policía, perpleja, sugirió que el motivo del crimen podría ser un robo. "No tenían nada de valor", murmuré. No había cámaras alrededor, y la búsqueda de pistas fue en vano.
El policía, aturdido por la situación, preguntó si estaba bien. Mi respuesta, indiferente, no encajaba con la tragedia que acababa de presenciar. "Estoy bien", respondí, pero la expresión en sus rostros dejaba claro que no comprendían mi aparente frialdad.
Editado: 12.02.2024