San Buenaventura, California. Actualidad.
El corazón me latía con fuerza en todo momento, crepitando una llama en mi interior. Si no estuviese tan concentrada en convencerme de que no eran reales, tal vez hubiese admitido que tenía miedo.
Blandí el filo del cuchillo ante la oscuridad absoluta y sentí los espasmos apoderarse de mi cuerpo al ver a las sombras atravesar mi habitación.
No tenían figura como tampoco una forma repetida, tan sólo una neblina negra, volátil y errante que afloraba desde los recovecos de mi alcoba cada noche en que estaba sola.
Dejé caer una lágrima y las apunté cuando éstas se acercaron quejumbrosas. Mis latidos me cortaban la respiración, podía sentirlos entorpeciendo mis movimientos al mismo tiempo que el pánico me dominaba cada vez que la neblina me rozaba.
Quería gritar, los dientes me castañeaban con violencia y no podía evitar que el pánico me tomara de rehén en la soledad. Pero debía guardar silencio para no despertar a mi madre, temía a su ira más que a los entes tenebrosos que me acechaban cada noche.
Un halo negruzco de hielo me atravesó la espalda y gemí con violencia con las lágrimas empapándome el rostro.
—Por favor... —imploré con voz de niña.
Éstas, errantes me atravesaron halándome del cabello rojizo y paralizándome en el instante en que sucedía el contacto. Pude percibir cómo su aliento se escabullía por última vez entre mis labios, mientras cada sentido desaparecía de mí, desequilibrándome.
Sentí un espasmo poderoso sacudiéndome desde el interior y la escena de la habitación había desaparecido por completo para hacerme notar realmente dónde estaba: el instituto.
La clase de química estaba repleta de ojos curiosos, observándome. La sensación de vergüenza fue inmediata. Me atreví a alzar la vista con determinación tan sólo para descubrir los ojos del profesor Reed observarme con enfado.
Sus ojos redondos y azules eran penetrantes, y, si no fue más bien de complexión regordeta, tal vez me hubiese parecido atractivo.
Acomodé mi cabello rojo hacia un lado y fallé en el intento de fingir tranquilidad.
— ¿Tan aburrida le parece mi clase, señorita Levy? ¿Cree que podría hacerla más interesante para su gusto y comodidad?
—Lo... lo siento no... volverá a suceder —mi disculpa no pareció suficiente, pero al menos volvió a girarse hacia sus preciadas moléculas de la pizarra.
Ariadna resopló a mi lado y acarició mi espalda con lentitud. El instinto maternal de mi mejor amiga entrando en acción.
—Sólo fue una pesadilla.
Llevaba dando la misma respuesta desde hacía días, encarnizando aquel personaje siniestro de mi pasado con hastío. Aquellas sombras no se apartaban de mis recuerdos, ensañadas con arrastrarme a esa oscuridad nuevamente.
Desde muy joven tuve registro de esos entes oscuros a mi alrededor. No se movían como el resto de las personas, éstos flotaban, levitaban a mi alrededor con facilidad y siendo muy sigilosos para no dejarse ver.
Y aunque al principio me habían parecido simples seres inofensivos, fue el rabino Krustovsky quien me indujo a pensar que las sombras, podían ser capaces de lastimarme.
Las describió como demonios oscuros con capacidades para asesinar. Obviamente comencé a temerles y ya no desee tanto su compañía.
—No puedes seguir así Sel, ¿y si lo consultas con un psicólogo? Podemos pedir una cita con el del insti —insistió Ariadna, continuando con su caricia en mi espalda.
Esbocé una mueca de desagrado.
Ariadna se preocupaba demasiado; se había convertido en la única persona confidente en la que depositar mis preocupaciones desde que éramos unas niñas. Adoptó una posición —quizá errónea— maternal conmigo.
— ¿Quieres que te acompañe? Vamos hoy —alentó.
—Claro que no —rezongué con enfado—. ¿Cómo crees que podría hablar con alguien más de esto?
—Quizás si...
—No —murmuré más bajo—. Sería peor si alguien más lo supiera, Ari, y no me gustaría contarlo tampoco. Creerán que estoy loca.
Ante todo, la lógica.
—Bueno, si no lo piensan ahora que despertaste en clase gritando como si estuvieras muriendo, ¿no? —Rió por lo bajo. Selene se ofuscó—. Ya, veremos qué hacer, tranquila. Ahora sólo evita volver a dormirte en clases.
Aunque retomamos la atención a la clase, en mis pensamientos continuaban reproduciéndose las imágenes de mis pesadillas. Desde que tengo memoria que sueño con ellas. Me gusta decirles sombras, porque la palabra demonios, realmente me hace sentir como la actriz poseída de las películas de terror.
Últimamente las veía con regularidad al cerrar los ojos, con mayor continuidad que antes de llegar de Gardnerville.
En casa, solía ocultarme en mi alcoba, abstraída de las ordenanzas de mi devota madre y la autoridad estricta de mi padre, el rabino Krustovsky.
Mis pensamientos siempre me han mantenido fuera de la realidad, y es que aquella burda de mis padres que se repetía a diario entre sinagogas, leyendo la Torá; mi madre con su insistencia de relatarme historias sobre bestias poseyendo cuerpos vírgenes hasta asesinarlos, no resultaba demasiado tentador.
Siempre he pensado que cada familia es un mundo diferente. Pero la mía realmente no era normal.
Mi madre, en tiempos de su niñez, había sido contemplada por el rabino que la educaba y en ella dijo haber visto venir un mal que la acecharía muy pronto en su vida. Aquel mal venidero resultó en un inesperado embarazo de una niña de ojos de serpiente y cabello de fuego.
Yo, claramente.
Ariadna volvió a llamar mi atención en la clase esta vez para hacerme notar que había acabado. Nuevamente me había perdido entre ensoñaciones despierta. Parpadeé, tomé mis cosas y la seguí por el pasillo en dirección al comedor, atravesando el gentío de estudiantes que se congregaban a conversar.
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Editado: 16.05.2020