Busqué un parquímetro para aparcar mi auto. El tránsito, como es usual, estaba lento en la capital de Inglaterra, y el humo de los Rolls Royce y los Aston Martin llenaban el aire ya abarrotado de personas. Estacioné lejos, a cerca de 200 metros de distancia, y caminé hacia mi destino.
Me hastiaba tener que andar entre tanta gente. Siempre había odiado las muchedumbres. Odiaba sus ridículos finos trajes solapados y vestidos Utility, sacados de los afiches de Deborah Kerr; odiaba sus sonrisas hipócritas con las que acompañaban sus miradas, y su cara de molestia cuando pasabas a su lado. Odiaba el olor a tabaco en el ambiente, el incesante eco de los pasos y las heces de los caballos de carruajes regados por toda la vía. Yo era probablemente la persona más antipática de Londres y lo sabía perfectamente, pero no me importaba, siempre y cuando los demás no inmiscuyeran en mi vida.
Llegué al final de la calle Mitchel y, en la esquina, como siempre, brillaba un colorido local rosa de tres pisos, con luces que en la noche iluminaban toda la cuadra, convirtiéndolo en el lugar más llamativo de toda la avenida y reluciendo su nombre: Daisies Burlesque.
La entrada estaba formada por dos puertas de madera ensambladas una junto a la otra, donde una de ellas era para entrar y la otra para salir. Abrí la de la derecha, empujándola hacia adentro, y me encontré, como de costumbre, con Ángel, sentada detrás del escritorio de la recepción, brindándome su acostumbrada bienvenida:
– Ah, eres tú. –me dijo frunciendo el ceño. Su disgusto al verme llegar era evidente.
– ¿Y quién creías que era?, ¿acaso tu padre que venía a visitarte? –le dije tal vez de forma cruel, sabiendo que ella no había visto a su padre desde la abandonó a los cinco años.
– Ja, ja. Qué gracioso… Tu simpatía debe ser tu máxima virtud.
– Y tanto me ha costado que así sea.
– Jah… –suspiró, irritada.
– Y, ¿qué importa lo que digas?, al final no es a ti a quien vengo a ver. Ya sabes por quién estoy aquí.
– Sherry está ocupada, acaba de subir un cliente y…
– Llámala –le dije con más seriedad, casi ordenándole.
– De acuerdo, voy a llamarla, pero no te va a atender.
Ángel tomó el comunicador de la pared y marcó a la habitación de Sherry, dando vueltas a los números del teléfono Vintage.
– Sherry –dijo Ángel en el teléfono–. Sí, sé que estás ocupada, pero es Lemont, yo le mencioné que… –de repente hizo una breve pausa, y me devolvió un vistazo de disgusto–. ¿Quieres que pase? Pero estás con un cliente, ya sabes las reglas.
En ese momento no pude evitar hacerle un gesto de burla, y Ángel me devolvió una señal de desprecio con sus ojos.
– De acuerdo –expresó finalmente y colgó el teléfono–. Dice Sherry que subas.
Comencé a subir las escaleras con una expresión de mofa hacia Ángel. Las viejas gradas de madera rechinaban con cada pisada, y, al llegar al segundo piso, pude ver a un hombre salir molesto de la habitación de Sherry, aún acomodándose el saco y tirando la puerta tras de sí.
– ¡Maldita sea! ¡Este lugar es una mierda! –gritó exasperado.
Yo lo miré con indiferencia al pasar a mi lado, e ignoré su molestia por tener que ceder su campo. Llegué al cuarto 2B, la habitación de Sherry. Le di vuelta al cerrojo y entré al aposento. Sherry estaba desnuda, dándome la espalda, mirándose en el espejo mientras se acariciaba su hermoso cabello rojo.
Sherry London era mi único amor, más importante para mí que cualquier otra cosa en el mundo. Por ella yo era capaz de lo que fuese. Por ella daba la vida o se la quitaba a alguien, por ella yo abandonaba mi existencia y se la entregaba en un cofre sellado.
– Sherry London. –le susurré al oído habiéndome acercado a ella, y su peculiar aroma de aliso inundó mis pulmones, una fragancia que no provenía de ningún perfume, sino que era la esencia natural propia de su cuerpo. Su pelo color de brasa ardiente resplandecía, y su figura perfecta, tallada por los mismos dioses, era un claro tributo del cielo a nosotros los mortales.
– Oficial Lemont, ¿acaso viene a arrestarme? –me preguntó en broma y volteó su rostro hacia mí, dejando ver un horrible parchón púrpura en su ojo izquierdo.
– ¿Qué diablos?, ¿quién te hizo esto? –le cuestioné con ira, «¿quién se había atrevido a dañar ese perfecto rostro?».
Editado: 10.11.2018