Sheyla y los 7 portales

Sheyla y la Puerta Roja

Hace muchos años, oculto entre montañas eternamente cubiertas de niebla, existía un pueblo al que pocos se atrevían a llegar. En uno de sus extremos, sobre una colina, se alzaba una mansión de piedra antigua, silenciosa y altiva, como si vigilara algo que no debía ser despertado.
Allí vivía Sheyla, una joven de mirada profunda y gestos serenos, junto a su esposo Juan, un arquitecto reconocido que pasaba la mayor parte del tiempo fuera, recorriendo el país con planos y secretos que nunca compartía del todo.
La mansión, pese a su elegancia, guardaba un aire incómodo. Las maderas crujían sin viento, los relojes se detenían a medianoche, y los retratos colgados parecían observar con ojos que conocían demasiado.
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Una mañana fría, cuando el sol apenas había logrado atravesar la neblina, Sheyla fue despertada por un golpeteo suave en la puerta.
—Señora —dijo una voz temblorosa al otro lado—. El desayuno está listo.
Era Matilde, la sirvienta más anciana de la casa. De cabello canoso recogido en un moño apretado, y unos lentes redondos que siempre temblaban con sus manos.
Sheyla se incorporó, adormilada… y entonces lo notó.
—¿Juan?
El otro lado de la cama estaba frío. Inmaculado.
Se levantó de golpe, bajó las escaleras casi sin tocar los escalones, cruzó el salón con una mezcla de ansiedad y furia contenida, y llegó a la cocina.
—¿Vieron a Juan esta mañana?
Las tres sirvientas intercambiaron miradas nerviosas. Matilde, la más valiente, habló.
—Salió antes del amanecer, señora. No dijo a dónde iba. Solo... lo vi con algo envuelto bajo el brazo. Parecía... una caja pequeña, antigua.
Sheyla frunció el ceño. Juan no solía salir sin avisar. Y mucho menos con objetos extraños.
Pasaron los días. Luego una semana. Juan no regresó. No contestaba llamadas. En su trabajo le informaron que no se presentaba desde hacía varias semanas.
La preocupación de Sheyla mutó en terror silencioso.
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Las sirvientas comenzaron a renunciar, una por una. Algunas lloraban. Otras simplemente se iban sin despedirse. Decían que en las noches escuchaban susurros desde los pasillos vacíos. Que los retratos los seguían con la mirada. Que cosas pequeñas desaparecían… o cambiaban de lugar.
—Algo se mueve en los muros —le dijo Matilde antes de irse, mientras le entregaba la última bandeja de té—. Hay un frío que no pertenece a este mundo.
Y así, Sheyla quedó sola en la mansión.
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Durante días trató de mantener el orden. Limpiaba, cocinaba, caminaba por los salones con el corazón pesado. Pero había un sitio al que jamás se acercaba: el sótano. La puerta era de hierro negro, con bisagras oxidadas que susurraban al pasar.
Desde allí, por las noches, provenía un sonido constante: como un reloj que marca las horas en un idioma que nadie conoce. Y un frío... un frío que calaba los huesos.
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Una noche sin luna, vencida por la angustia y el insomnio, Sheyla decidió bajar. Tomó una linterna y un candelabro de plata. Abrió lentamente la puerta del sótano. Las escaleras crujieron bajo sus pies. El aire, al descender, se volvió más denso, como si respirara junto a ella.
Al llegar al fondo, la linterna parpadeó. Vio cajas viejas, muebles cubiertos por sábanas mohosas, y en una esquina… una muñeca de trapo. Estaba sucia, con un ojo descosido, y su rostro parecía cosido con tristeza.
De pronto, el candelabro se apagó.
Oscuridad total.
Y entonces… una risa. Suave. Infantil. Justo detrás de ella.
Sheyla giró en seco, encendió un fósforo con manos temblorosas, y la luz reveló algo imposible:
Una puerta roja.
No estaba allí antes. Lo sabía. Lo sentía.
La puerta no parecía de madera, ni de ningún material que pudiera nombrar. Tenía símbolos grabados que se movían sutilmente como si respiraran. Un resplandor rojizo pulsaba desde su centro, como un corazón latiendo.
Contra todo instinto, Sheyla se acercó.
—Juan... —susurró.
Al rozar la manija, un escalofrío le recorrió la columna. La puerta se abrió sola con un chirrido sordo.
No había un cuarto.
Había un bosque oscuro. Árboles retorcidos. Niebla. Un cielo gris sin luna. Y un silencio absoluto.
Sheyla cruzó.
El suelo era blando. La humedad se le pegaba a la piel. Dio un paso. Luego otro. Hasta que lo vio.
Entre los árboles, una figura conocida: Juan.
—¡Juan! —gritó, corriendo hacia él.
Pero algo en su rostro no estaba bien. Pálido. Los ojos vacíos. Los labios apenas se movían.
—Sheyla… no debiste entrar… —dijo con voz hueca, antes de desvanecerse en el aire como ceniza.
—¡No! ¡Juan! ¡Espera!
Corrió hacia donde estaba… pero ya no quedaba nada. Y cuando se dio vuelta…
La puerta roja había desaparecido.
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Desesperada, Sheyla caminó sin rumbo. El bosque parecía infinito. Hasta que… la vio.
La muñeca de trapo, sentada sobre una roca. Esta vez, con ambos ojos… y una sonrisa siniestra.
Cuando Sheyla se acercó, la muñeca abrió los ojos.
—Tu alma ahora me pertenece —dijo con una voz profunda, quebrada y helada.
Sheyla gritó. Cayó. Golpeó su cabeza.
Oscuridad.
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Despertó en el suelo del sótano. Todo parecía igual… pero sentía que algo había cambiado.
Subió las escaleras tambaleando, aún aturdida. Recorrió los pasillos… y fue entonces cuando lo vio.
En el muro junto a su habitación, una nueva puerta se había formado.
Una pequeña puerta roja.
Y lo más escalofriante de todo…
esa puerta no había estado allí antes.

¿Qué creen que va a pasar en el siguiente portal? Dejen sus teorías en los comentarios.



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En el texto hay: portales, maguia, suspeno

Editado: 03.11.2025

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