Shoganai

Capítulo 4. El profesor de Lengua

 

El día anterior fue muy movido, comenzando por Alex quien me hacía todo tipo de preguntas sobre la golpiza que me habían dado y había regresado, inclusive me había llevado a una farmacia a comprar un líquido para desinfectar, algodón y un ungüento desinflamatorio, para después irnos al café.

En casa había sido casi lo mismo, pero sin los cuidados. Kento se puso como loco cuando se los conté, mamá y papá simplemente me pusieron atención en cada palabra que decía y cuando terminé mi relato se dejaron ir con comentarios al respecto.

 

Al día siguiente, mis amigos se preocuparon al ver mis moretones en el rostro, la escuela no me dejaba usar maquillaje así que no pude salvarme -además de que las bases aquí son exageradamente blancas-, sus preguntas eran las mismas solo que dictadas de diferentes maneras, me limité a decir “sí”, “no”, “no importa” para responderles, al menos el uniforme tapaba el peor, hasta yo misma me sorprendí por la mañana cuando lo vi, es que, ¡por los dioses!, ese hematoma era gigantesco, abarcaba casi todo mi vientre, desde el ombligo hasta tres dedos debajo de mis pechos, aparte de que era muy, muy grande era negro, alrededor estaba pintado de amarillo y morado, pero todo lo que a simple vista se notaba era morado muy oscuro llegando a negro. Evité decirle a mi familia y mis amigos, sobre todo al muy histérico de mi hermano y al súper dramático de Alex, podía lidiar con ello, desde el exterior no se notaban cambios, respiraba regularmente y mi voz no era rasposa como me lo esperaba, pero por dentro me moría, cada respiración me dolía y deseaba que en este día -ni los siguientes- fuera a toser o estornudar porque, ahora sí, si no me moría me suicidaba.

 La hora de la comida fue calmada, ahora mis amigos me habían acompañado y conocido a Alex mejor, no me pasó desapercibido el suspiro soñador que lanzaron las chicas cuando el rubio les dedicó una sonrisa, ni tampoco el ceño fruncido de los chicos, sonreí un poco y seguí comiendo sin decir nada, a mi clase le tocaba deportes, así que bajamos todos al gimnasio, con todo el dolor del mundo di tres vueltas al lugar e hice unos pocos ejercicios más, pero mi estómago me dolía como los demonios.

—Profesora— la llamé, ella volteo a verme y me sonrió amablemente. —Necesito ir a la enfermería— ella cambió su mirada a una preocupada, no me preguntó, me dio instrucciones de cómo llegar, asentí de vez en cuando y cuando terminó me dejó ir. No sabía si eso lo hacían constantemente o era porque soy extranjera, pero no iba a ponerme a pensar en eso, no, ahora mismo necesitaba una pastilla y una crema para el dolor.

Cuando llegué al área de enfermería me pregunté si tenía que automedicarme porque estaba vacía, decidí esperar unos minutos, pero después comencé a revisar los frascos, cajas y botes que estaban ahí, leía para saber qué eran y para qué servían, escuché la puerta y pasos, suspiré, pero pronto me di cuenta que eran muchos pasos, según yo solo había una señora que era la enfermera, rápidamente me senté en la camilla.

—Oh— dijo la que suponía era la enfermera, era una señora no muy mayor pero ya se notaban algunas arrugas en su cara, y sus manos también estaban pagando los años, mamá siempre me decía cariño, cuida tus manos, aunque tu cara y cuerpo sean jóvenes las manos revelan tu verdadera edad y entonces decía que nadie les veía las manos a las personas más que ella. Ahora debía decir que tiene razón. —¿Llevas mucho tiempo aquí? — preguntó, quise ser amable y responder como una persona normal, con una mentira blanca, pero en vez de eso dije:

—Bastante, estaba a punto de automedicarme— respondí mirándola seriamente, ella asintió lentamente mientras su sonrisa disminuía, mis ojos fueron a las dos personas que se encontraban detrás de ella, era un hombre y una estudiante, la chica no tenía nada para destacar, mismos rasgos de una japonesa, pero si podía decir que no se veía mal, había dos opciones; o venía por una pastilla para el dolor de cabeza o por una para el dolor del estómago. Sin embargo, el hombre se me hacía tremendamente conocido, su cabello castaño caía en ondulaciones a sus hombros, tenía un traje presentable y una corbata de líneas rojas y azules.

La enfermera me sacó de mis pensamientos, le dio a la chica una pastilla para el dolor de estómago y un vaso de agua, ella se lo tomó con dificultad y agradeció a la señora y al hombre, que claro que era profesor, me miró e hizo una pequeña reverencia, hice una mueca, como siempre que lo hacía cuando me enfrentaba a ese gesto, en cambio, le levanté la mano en forma de despedida y voltee a ver a la enfermera quien me sonreía.

—¿Qué necesitas? —me preguntó, sonaba más distanciada y sonreía nerviosamente, el hombre seguía ahí.

—Algo para el dolor de estómago— dije y ella casi se iba cuando hablé de nuevo —más específicamente una pastilla para el dolor y una crema para desinflamar— ella me miró con el ceño fruncido, pero no molesta, más bien curiosa.




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