Tokyo, Japón.
Yoshino Sakurako.
Alrededor de nuestra corta vida el ser humano comete muchos errores, de los cuales debes arrepentirte antes de morir.
Pero yo digo que, arrepentirse es lo mismo que decir que no lo querías hacer y si no lo querías hacer entonces eras la mayor de las farzas.
Tenía solo cinco años la primera vez que mi papá se vio obligado a llevarme a una de sus reuniones de negocios, porque no había nadie con quien dejarme a su cuidado. Esa también fue la primera vez que alcé la cabeza y que di mi opinión.
Por dar mi opinión recibí un golpe en la nuca. El golpe me dolió, los ojos se me aguaron y un nudo que dolía mucho más que el golpe dado se instalo en mi garganta.
Sin embargo yo no baje la cabeza, no me disculpé, porque yo no me arrepentía, dije lo que creía era lo más correcto debido a la situación en ese momento.
Me guarde el nudo que tenía instalado en mi garganta hasta que llegue a casa, corrí a mi habitación sin importar quien me viera y lo que pudieran opinar. Estando en mi cama me heche a llorar.
Rato más tarde cuando me encontraba con un jinbei blanco decorado con flores de cerezo lista para dormir llegó mi tía Anae.
Ella siempre me daba un calor embriagador, en sus brazos siempre sentía que podía derrumbarme y llorar, que le cobraría cada cosa que hacía o que me sucedía y que fuera buena o mala ella me iba a apoyar sin importar las circunstancias. Le tenía una confianza irrompible.
Esa noche, aunque ya me encontraba más tranquila, me dieron ganas de hecharme a llorar en sus brazos nuevamente y desahogarme. Quería decirle que no me dolió el golpe, no me dolió la mano de mi padre en la nuca, lo que me dolió fue que él me haya golpeado, él que debía ser la persona que debería apoyarme, él que era mi héroe y mi todo. O eso se suponía.
Hasta que ví un morado en su rostro. Fruncí mi ceño en preocupación. Me olvidé de todo y la tomé del mentón preguntándole si todo estaba bien y quién la había golpeado. Al alzarme hacia ella note que no era solo su rostro, su actuando estaba roto, hecho un desastre y pude ver un golpe debajo de la ropa antes de que ella me tomara ambas manos. Su tacto era suave, las manos le temblaban y se abrazo a mí. Su calor me embriagó.
—Todo está bien, mi niña —susurro y me dejó un beso fraternal en la frente.
Sus besos siempre eran los mejores que recibía, sobre todo los que me daba en la frente.
—¿Te duele? —pregunto tocando con sus dedos la parte de mi nuca, suavemente.
Negué con la cabeza.
—Ya no duele —dije antes de bajar la cabeza —Al inicio si me dolió, pero más me dolió la persona que me lo dió —dije en un hilo recordando el momento —¿Hice algo malo que ameritara ese castigo? —cuestiono mi yo de cinco años volviendo a alzar la cabeza.
Está vez fue el turno de mi tía de negar la cabeza. Se volvió a pegar a mí, me estrecho entre su pecho, el cual se sacudió con fuerza mientras fuertes sollozos escapaban de su boca.
—Lo siento tanto —susurre.
Hasta el día de hoy no entiendo porque se disculpó, no puedo entender porque ella lloraba, no sabía si eran los golpes que tenía porque seguro que todo eso no fue producto de una caída. Ella no era culpable de nada, ella era la persona que me daba más amor, la que no me juzgaba y la que las veces que yo alcé la cabeza siempre estaba ahí, defendiéndome y apoyándome.
Aún años después, cuando entendí que sus golpes eran por enfrentarse a mi padre cada vez que yo alzaba la cabeza y daba mi opinión ella recibía el castigo. Mi padre a mí solo me daba una cachetada o un golpe con la mano abierta, pero a mi tía Anae... A ella le pegaba como si fuera la verdadera culpable.
Conocí a mi mejor amigo, Fujio cuando entre en la secundaria. Él se convirtió en mi segunda persona favorita, la primera siempre será mi tía Anae, él me apoyaba, me aconsejaba y se ponía a mi lado. Era el único hombre que no me vía como una frágil y tonta mujer, para él yo era un igual y por ese hecho lo adoraba tanto.
También fue él quien me dijo la verdad de los golpes de Anae. Él, a quién yo solo veía en mis horas de colegio y a veces que quedábamos y con ayuda de mi tía me escapaba, fue quien me llevo hacia la verdad.
Había cometido el “error” de llamar imbécil a un colega de mi padre por pegarle a su mujer solo por haberse equivocado en un insignificante detalle. Estábamos en un almuerzo y le dije que no era su culpa, que a sus colegas lo conocía él y no ella, o que si él lo que quería era una mujerzuela porque la única manera de que ella conociera los gustos de todos esos hombres que eran sus colegas es que ella fuera la amante de todos ellos.