¡sí, a todo!

Capítulo 1.1

La brisa fría me golpeaba el rostro como si intentara apagar el fuego que me consumía por dentro. Sentía cada ráfaga en la piel, pero no me calmaba; al contrario, me recordaba que estaba vivo, nervioso, expectante. El viento jugaba con mi cabello, despeinando los mechones que se empeñaban en caer sobre mi frente. Ni siquiera me molesté en acomodarlos.

El traje negro que llevaba era impecable, ajustado a la medida, pero se sentía más como una armadura que como ropa. Cada línea marcaba mi figura, como si el mundo necesitara recordarme que yo era un Balaguer, aunque muchas veces sintiera lo contrario. La camisa blanca resaltaba contra mi piel, la corbata perfectamente ajustada me apretaba un poco más de lo debido y los zapatos brillaban bajo los faroles parisinos. Todo estaba en orden. Todo menos yo.

París se desplegaba a mis pies como un mar infinito de luces doradas. Una ciudad que siempre había parecido inalcanzable, ahora extendida ante mí como si fuera mía... aunque en realidad no me perteneciera nada. Respiré profundo. El aire estaba cargado con ese aroma tan suyo: piedra húmeda, flores nocturnas y un eco lejano de café. Cada respiro era un recordatorio brutal de dónde estaba y por qué había llegado hasta aquí.

Apoyé las manos en la barandilla de metal, fría como una sentencia. El contraste con el calor que hervía dentro de mí me estremeció. El corazón me latía rápido, tan fuerte que parecía querer atravesar mi pecho y gritar lo que yo me negaba a decir. Había imaginado este instante mil veces, pero vivirlo era distinto. Ahora pesaba. Ahora dolía.

Cerré los ojos un segundo, dejándome envolver por el murmullo del viento y el ruido lejano de la ciudad. Quise que París me tragara entero, que esa electricidad de la noche me mantuviera en pie. Inspiré hondo, y el aroma del metal frío se mezcló con el aire cargado de promesas.

—Llegaste hasta aquí —murmuré, apenas audible, como si necesitara recordármelo yo mismo.

Las palabras se las llevó el viento, pero en mi interior quedaron grabadas como un ancla. Porque sí, había llegado. Y aunque no lo entendiera del todo, sabía que este era apenas el primer paso hacia un legado que nunca pedí, pero que ahora estaba obligado a cargar.

El peso de mis propias palabras me sostuvo de pie, como un ancla contra ese mar de emociones que quería arrastrarme hacia el fondo. París... la ciudad que un día vi como un sueño inalcanzable, ahora me rodeaba como escenario del momento más importante de mi vida. No fue un camino fácil, y quizá por eso este instante tenía un sabor extraño: dulce, sí... pero con un filo amargo que raspaba la garganta.

Las luces parpadeaban allá abajo, y yo podía verlas reflejarse en mis ojos. En ellos cabía esa mezcla imposible de nostalgia y resolución. No había espacio para dudas. No esta noche. Esta noche cerraba un capítulo y abría otro que ni siquiera sabía si quería leer, pero que me pertenecía.

Unos pasos suaves detrás de mí me arrancaron del trance. Reconocí la voz —cálida, familiar, casi una melodía que había escuchado más de una vez—. Giré apenas la cabeza, pero no lo suficiente como para apartar la vista del horizonte. Una sonrisa involuntaria se me escapó en los labios. Era hora.

Di un último vistazo a París, a ese mar de luces que parecía extenderse hasta el infinito, y luego giré del todo. Mis pies se movieron hacia las escaleras, y cada peldaño que bajaba se sentía más pesado que el anterior, como si el pasado me sujetara de los tobillos intentando que no avanzara. El eco de mis zapatos contra el metal marcaba el compás exacto de mis pensamientos.

Abajo me esperaban los murmullos conocidos, mezclados con una música lejana. Una melodía suave, solemne, cargada de esa electricidad que vibra en el aire cuando sabes que lo que viene cambiará tu vida para siempre. El ambiente estaba tan saturado de energía que sentía cómo se sincronizaba con mis propios latidos, rápidos pero firmes.

Me detuve frente a las grandes puertas. El aroma a madera pulida y flores frescas me dio la bienvenida, como si quisiera convencerme de que aquello no era una condena sino un destino. Una voz sonó a mis espaldas:

—¿Listo? —preguntó, con esa complicidad que solo unos pocos se atreven a tener conmigo.

No respondí con palabras. Asentí despacio, con los ojos fijos en las puertas que se abrían. Inspiré hondo, acomodé el saco con un gesto automático y di el primer paso hacia adentro.

Las luces cálidas me envolvieron al entrar. Las miradas se clavaron en mí, pesadas, expectantes. Y entonces la vi. Esa figura en el centro de todo me robó el aire. Por un segundo, el mundo entero se detuvo.

El peso que había cargado tantos años desapareció en un instante. Las dudas, los miedos, las cicatrices... todo había valido la pena porque ese era mi momento.

Avancé. Sentía que todo el universo se reducía a ese instante, a esa persona, a esa promesa que me había traído hasta aquí. No había marcha atrás. Esta era mi historia. Esta era mi victoria.

Mientras cruzaba el pasillo, mi mente me traicionó. Los recuerdos comenzaron a colarse como fragmentos de una película vieja, borrosos al inicio, pero cada vez más nítidos. Todo había empezado mucho tiempo atrás, bajo un cielo gris y una lluvia que parecía dispuesta a borrar hasta el último rastro de consuelo.

Me vi descendiendo de una avioneta en el pequeño aeródromo de Ensenada. El aire olía a sal, a tierra mojada y a condena. Apenas puse un pie en el suelo, un asistente se adelantó con un paraguas en la mano.

—Espere un momento, señor —dijo mientras lo abría con prisa—. Está lloviendo, no debe mojarse.

Asentí, dejando que la tela negra me cubriera. Ensenada, Baja California, México —el lugar que me vio nacer— nunca fue mío; lo sentí siempre como un origen que me encadenó, y ahora entendía que probablemente siempre sería mi condena. La lluvia golpeaba el pavimento con violencia, como si el cielo quisiera subrayar esa sentencia en cada gota.



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En el texto hay: amor prohibido, drama romantico, juvenil +18

Editado: 19.12.2025

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