¡sí, a todo!

Capítulo 1.2

Continuación

Cuando terminó la ceremonia, el sonido de los pasos llenó la iglesia. El crujido de los bancos, los murmullos, las voces contenidas... todo se mezclaba con la lluvia que seguía golpeando los vitrales. Vi cómo los asistentes formaban una fila para dar el pésame a la familia Belmonte, mientras nosotros, los Balaguer, permanecíamos inmóviles en nuestro lugar.

Antes de que pudiéramos levantarnos, escuché el golpe leve del bastón contra el suelo. Mi abuelo levantó apenas la mano, su gesto bastó para que todos nos acercáramos. Nos colocamos en semicírculo, obedeciendo esa autoridad que nunca necesitaba gritar para imponerse.

—Uno de ustedes llevará el ataúd al cementerio —dijo. Su voz grave cortó el aire como una sentencia—. Los Belmonte deben ver que estamos con ellos, no solo en palabras, sino en acción.

Sentí cómo la tensión se apoderaba del grupo. Gerardo y Fernando intercambiaron miradas rápidas, cómplices, pero no dijeron nada. Sabían que estaban en la jugada. Julián, en cambio, fue el primero en romper el silencio.

—¿Quién será? —preguntó, y su sonrisa dejaba claro que él no pensaba mancharse las manos.

Entonces sucedió: los ojos de mi abuelo se clavaron en mí.

—Será tú, Bastián.

El corazón me dio un vuelco tan fuerte que casi me delató. Apreté la mandíbula, obligándome a mantener el rostro impasible.
—¿Yo? —alcancé a decir, con voz seca, intentando que no se notara la sorpresa.

—Sí. Representarás a la familia. Los Belmonte deben saber que estamos aquí no solo por ellos, sino con ellos.

Julián dejó escapar una risa breve, inclinándose hacia Fernando como si compartieran un chiste privado. El veneno en su mirada me atravesó, pero me mantuve en silencio.

—¿Él? ¿Por qué no Gerardo o Fernando? —la voz de Julián cortó el silencio, cargada de veneno.

El fulgor en los ojos de Héctor fue suficiente para aplastarlo.
—Porque yo lo decidí. Y no quiero oír otra palabra al respecto.

Sentí cómo el peso de esas palabras caía directo sobre mis hombros. No entendía por qué me había elegido, pero sabía que no podía fallar. La familia Belmonte estaba frente a nosotros, con Valentina en el centro, y mi pecho se endureció. No era solo un acto de respeto. Era una promesa silenciosa que aún no comprendía del todo, pero que intuía que me perseguiría para siempre.

La fila de asistentes avanzaba hacia el altar, donde los Belmonte recibían las condolencias. El ambiente era denso, cargado de murmullos y del golpeteo de la lluvia en los vitrales. Entonces Héctor se puso de pie, seguido por nosotros. Con un leve movimiento de su bastón nos ordenó avanzar.

—Es nuestro turno —escuché murmurar a Gerardo, ajustándose la chaqueta con la misma rigidez de siempre.

El bastón de Héctor marcaba el ritmo en el suelo de mármol mientras nos acercábamos. Cuando llegó frente al líder de los Belmonte, se inclinó apenas, solemne y calculado.
— Joaquín, en nombre de los Balaguer, quiero expresar nuestras más profundas condolencias —su voz llenó el espacio, firme, grave, implacable—. Compartimos su dolor y estamos aquí para apoyarlos en todo lo que necesiten.

Joaquín Belmonte asintió en silencio. Gerardo fue el siguiente. Con su postura perfecta, se inclinó y dijo:
—Lamento mucho su pérdida, señor. Su hijo y su nuera eran personas admirables, y su ausencia será sentida profundamente.

Fernando repitió el gesto, agregando un matiz más personal:
—Espero que encuentren consuelo en los recuerdos que compartieron con ellos. Si hay algo que podamos hacer, por favor no dude en decirlo.

Ellos se apartaron y Julián tomó el lugar central, con esa sonrisa suya que parecía más una actuación que un pésame.
—Mis más sinceras condolencias, señor Belmonte. Su familia siempre será una parte fundamental de la nuestra, y espero que, con el tiempo, encuentren algo de paz.

Luego giró hacia Valentina, inclinando un poco la cabeza.
—Valentina, si necesitas algo, no dudes en pedírmelo. Estoy aquí para lo que necesites.

Ella apenas levantó la mirada. No dijo nada. Y Julián, satisfecho con su teatro, se retiró con una sonrisa torcida.

Entonces me tocó a mí. Avancé despacio, cada paso más pesado que el anterior. Podía sentir todas las miradas sobre mí: las de mi familia, las de los Belmonte, las de los asistentes. Me detuve frente al abuelo Joaquín y, por un instante, no dije nada. El silencio fue tan denso que incluso Héctor frunció el ceño. Detrás de mí, escuché el bufido burlón de Julián.
—¿No vas a decir nada? —me susurró.

Ignoré su veneno. Levanté la vista hacia Joaquín Belmonte y luego, inevitablemente, hacia Valentina. Ella seguía con los ojos bajos, pero su sola presencia me sostuvo. Inspiré hondo y hablé:
—Señor Belmonte... no tengo palabras suficientes para expresar cuánto lamento su pérdida.

El eco de mi voz llenó la penumbra. Nadie esperaba escucharme con tanta firmeza, con tanta sinceridad.

—Entiendo el dolor que siente —proseguí, ahora más bajo, más humano—. Yo también he perdido a personas que amé. Sé lo que es sentir que el mundo se derrumba y no poder hacer nada para detenerlo.

Mis ojos se quedaron en Valentina. Aunque no me mirara, hablé también para ella.
—Si pudiera, le quitaría todo este dolor, no solo a usted, sino a todos los que amaron a su hijo y a su nuera. Lo único que puedo ofrecer es mi respeto, mi apoyo y mi compromiso de estar aquí, no solo hoy, sino siempre.

Un murmullo recorrió a los presentes, pero lo ignoré. Me incliné levemente hacia Joaquín.
—Con su permiso, me gustaría cargar el ataúd de su hijo. Es lo mínimo que puedo hacer para honrarlo y demostrar que la familia Balaguer estará siempre a su lado.

El anciano me observó en silencio. Cada segundo fue una eternidad, hasta que finalmente asintió, conmovido.
—Gracias, muchacho. Es un gesto que mi familia y yo valoramos profundamente.



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En el texto hay: amor prohibido, drama romantico, juvenil +18

Editado: 19.12.2025

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