¡sí, a todo!

Capítulo 3.2

Continuación

Bajamos todos del coche y nos quedamos alineados, como si fuéramos a desfilar.
El aire olía a césped recién regado y a perfume caro; las voces se filtraban desde el jardín como si la fiesta quisiera devorar todo a su paso.
Gente vestida con trajes demasiado elegantes bebía y comía como si el luto no existiera.
El jardín estaba decorado como una boda.
Me dieron ganas de vomitar.

Un tipo del equipo de seguridad se acercó con la educación de un portero que ha aprendido a decir humillaciones con una sonrisa.
—Nombre —dijo, mirando primero al abuelo.

Héctor Balaguer lo observó con frialdad, como si la sola pregunta fuera un insulto.
—Héctor Balaguer —respondió con voz grave—. Y mis nietos: Gerardo, Fernando, Julián y Bastián.

El guardia revisó la tablet que sostenía entre las manos.
—Lo siento, señor Balaguer... —balbuceó, frunciendo el ceño—. No están en la lista.

Mientras hablaba, presionó el pequeño dispositivo en su oído y murmuró algo que no alcanzamos a entender.

—¿Cómo que no estamos? —replicó Héctor, su voz retumbando como un trueno contenido.

—Sí, señor —dijo el guardia, la voz más baja mientras volvía a mirar la pantalla—. No aparecen en mi lista. Esta celebración es exclusiva para los invitados más cercanos de la familia Belmonte. Ustedes no pueden estar aquí.

Se escuchó un murmullo a mi derecha. Sentí la sangre subirme al rostro, como si la falta de un nombre en una tablet pudiera empujar una daga más dentro de la costilla familiar.

Héctor apoyó la mano en el bastón. Su cara cambió: una calma feroz que precede al rugido.

—¿Qué ha dicho? —preguntó, y la palabra "qué" llevaba el peso de una orden.

El guardia tragó saliva, visiblemente incómodo. Le dio un golpe ligero a la tablet y pulsó algo en su oreja. Por un segundo pareció otro: menos portero con sonrisa, más emisario de un poder que no era el suyo.

—Señor Balaguer —empezó, haciendo una pausa para elegir bien las palabras—, me informan por el auricular que deben entrar por la parte de servicio. No pueden ser vistos en el área principal. Se les destinarán carritos de golf para llegar a la casa... ustedes mismos deberán conducirlos.

Hubo un silencio que pesó toneladas.
Mi abuelo lo miró como quien observa una traición en cámara lenta.

—¿Qué? —La voz de Héctor ya no era controlada; tenía filo—. ¿Me está diciendo que Joaquín Belmonte manda a la familia Balaguer por la puerta de servicio? ¿Y encima tenemos que conducir esas mierdas?

El guardia bajó la vista, apretando los labios.
Antes de que pudiera contestar, algunas personas en el jardín —invitados ajenos al protocolo— se giraron para mirar, curiosas, como si asistieran a un espectáculo mal montado.

—No es mi orden, señor —se apresuró a decir el guardia—. Es lo que me comunicaron por radio. No hay personal disponible para conducirlos. Además, tengo instrucciones precisas: deberán tomar el camino de servicio, girar a la derecha en el segundo desvío, luego a la izquierda después de la fuente, seguir por el sendero de cipreses... son varios kilómetros hasta la mansión principal.

Hizo una pausa, incómodo.

—Hay que evitar esta área por protocolo. Los carritos llegarán en cinco minutos.

Julián soltó una risa corta y amarga.

—Perfecto —murmuró—. Bienvenido al club del ridículo, primo.

Gerardo y Fernando se miraron entre ellos, incómodos. Podías sentir su indecisión: reírse o ponerse del lado del abuelo. Al final, no dijeron nada. Héctor dio un paso adelante, la mandíbula apretada.

—No pienso subirme a esas mierdas —soltó Héctor, su voz retumbando como un trueno seco—.
Dígale a Joaquín Belmonte que se presente ante mí con respeto.
Ahora.

El guardia parpadeó, nervioso, sin saber si debía responder o salir corriendo. Apretó el auricular en su oído y murmuró algo, casi inaudible, mientras su mirada iba del bastón del abuelo a su rostro endurecido.

—Lo siento, señor Balaguer —dijo al fin, con un hilo de voz—. Las órdenes del señor Joaquín fueron claras.

—¿Órdenes? —repitió Héctor, con una sonrisa que no era sonrisa, sino amenaza.

El guardia tragó saliva antes de continuar.
—Me indican que no puede negarse, señor. Joaquín Belmonte dice que... tiene un pacto con su familia que cumplir. Que es protocolo.

La palabra quedó suspendida en el aire como veneno.
Protocolo.

Los gemelos se miraron entre sí, tensos.
Julián soltó una carcajada seca.
—Ya lo oíste, abuelo —dijo con ironía—. Pacto familiar. Nada como la vieja nobleza tratando de disfrazar una humillación.

Héctor se volvió hacia él, fulminándolo con la mirada.
—Cállate, Julián —gruñó.

Pero la herida ya estaba abierta.
El orgullo de los Balaguer había sido golpeado frente a testigos, y el aire olía a guerra.

Dos luces se asomaron desde el camino lateral: los carritos de golf.
Pequeños, brillantes, con el logo dorado de la familia Belmonte estampado en un costado.
El contraste era casi cómico.
La familia Balaguer, símbolo de poder y elegancia, a punto de cruzar una fiesta en carritos turísticos.

Fernando soltó una carcajada contenida.
—Bueno... al menos no son caballos —murmuró.
—Yo conduzco —dijo enseguida, levantando la mano con una sonrisa.

—Ni lo sueñes —replicó Gerardo, dándole un codazo—. Todos sabemos que tú chocarías antes de llegar a la fuente.
—Eso fue una vez.
—Tres —corrigió Gerardo, riéndose.

—¡Silencio! —tronó Héctor, apoyando con fuerza el bastón en el suelo. El sonido fue suficiente para que todos se enderezaran.
Su mirada recorrió la fila, como si contara soldados antes de enviarlos al frente.

—Cállense y compórtense como lo que son —sentenció—. Balaguer. No idiotas con juguetes.

Fernando alzó una ceja, pero se mordió la lengua.
—Abuelo... yo conduzco —insistió, sin poder evitar una sonrisa.
—Cállate. Manejo yo —intervino Héctor, caminando hacia el primer carrito.



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En el texto hay: amor prohibido, drama romantico, juvenil +18

Editado: 19.12.2025

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