Si había algo que detestaba más que las reuniones familiares forzadas, era estar en territorio enemigo sin tener idea de qué demonios estaba pasando.
Desde el momento en que llegamos a la mansión Belmonte, todo me pareció mal. Primero, porque nos hicieron entrar por la puerta trasera, como si nosotros fuéramos una nota al pie en la historia de los Belmonte. Y segundo... porque mi abuelo no dijo nada.
Al principio, claro, explotó. Se negó en seco. El bastón retumbó contra el suelo, y su voz —grave, implacable— se alzó lo suficiente para que todo el maldito jardín la escuchara. Que ningún Belmonte tenía derecho darle órdenes ni mucho menos humillarlo de esa manera.
Pero entonces el guardia mencionó dos palabras.
"Pacto."
"Protocolo."
Y fue como si algo dentro de Héctor Balaguer se apagara. De un segundo a otro, pasó del fuego a la calma. Ni una queja más. Ni una sola explicación.
Y eso... me preocupó. Porque un Balaguer no se calla. Un Balaguer no se pliega.
Y si mi abuelo lo hizo, era porque había algo más detrás de ese "protocolo" que nadie nos estaba contando.
Nos metieron en una sala lo suficientemente lujosa como para que, en cualquier otro momento, Héctor hubiera hecho un comentario sarcástico sobre la exageración de Joaquín Belmonte. Candelabros antiguos. Muebles de madera oscura. Sillones de terciopelo azul. Una chimenea encendida, como si estuviéramos atrapados dentro de una pintura barroca.
Joaquín y Héctor desaparecieron por otro pasillo a "hablar asuntos importantes", lo que en lenguaje adulto significaba: planean algo que nos va a joder la vida. La sala de fumadores era hermosa, sí... pero hermosa como un veneno. De esos que te sirven en copas de cristal para que no notes que te están matando.
Mis primos, por supuesto, no parecían preocupados en lo absoluto. Yo estaba sentado junto a Gerardo; él observaba todo con esa calma quirúrgica de quien calcula la distancia exacta para no mancharse con el drama familiar. Julián, fiel a su ego, revisaba su reflejo en un jarrón, buscando el ángulo en el que solo él brillara. Y Fernando... bueno, el idiota se había recostado en el sillón como si la mansión entera le perteneciera.
Yo, en cambio, había perdido la cuenta de cuánto llevábamos ahí metidos. ¿Diez minutos? ¿Quince? ¿Veinte? Daba igual. El aire se volvía más espeso con cada respiro, y el silencio era tan denso que ni el fuego de la chimenea lograba romperlo. Ya no podía más.
Sentía la piel demasiado apretada para el cuerpo que tenía. Y, como si mi mente buscara la forma más cruel de joderme, apareció ella... La imagen exacta del momento en que entramos a la mansión: parada junto a su abuelo, vestida de negro, con media familia Belmonte detrás y otros tantos desconocidos, riendo, brindando, conversando.
Ella parecía un cristal a punto de romperse. Demasiado firme por fuera, demasiado sola por dentro. ...y lo peor era que, entre toda esa gente que reía como si no hubieran enterrado a sus padres, ella era la única que no tenía a nadie. Ni siquiera a sí misma.
Ese pensamiento se me clavó como una aguja, directo en el pecho. La inquietud me subió por la espalda como una descarga eléctrica, de esas que te advierten que si no te mueves, explotas. Me pasé una mano por el saco. No por nervios... por costumbre.
Mis dedos chocaron con el borde frío de mi encendedor. Sobranie negros en el bolsillo interior. Perfectos. Completos. Mi pequeño ritual para no perder la cabeza.
Sin pedir permiso —porque no le debo explicaciones a nadie— me puse de pie. Sentí la mirada de Gerardo siguiéndome, ese gesto silencioso de "lo entiendo". Fernando ni se movió; solo sonrió, como si supiera que estaba a un segundo de reventar si no salía de ahí.
Y por supuesto, la basura siempre tiene que hablar.
—¿A dónde vas, Bastián? —preguntó Julián, con esa voz suya que nace del ego—. ¿A buscar el baño? ¿O a ver si por fin entiendes en qué clase de mesa estas punto de sentarte?
—Digo... milagro sería que supieras algo sin manual.
Rodé los ojos. Claro. Tenía que hablar.
Fernando —todavía recostado en el sillón, sin mover ni un maldito músculo— chasqueó la lengua, divertido.
—Ay, Julián, ya cállate tantito... te estás oyendo igualito que mi maestra de kínder cuando regañaba a niños de cuatro años.
Gerardo lo siguió sin perder el ritmo, apoyando un brazo en el respaldo.
—Sí, relájate. Si Bastián quiere aire, déjalo. Aunque tú deberías de tomar un trago... porque desde aquí hueles a inseguridad.
Julián los fulminó con la mirada, ofendido.
—¿Ah, sí? ¿Ahora resulta que lo defienden? Ustedes cambian de bando cada cinco minutos.
Los gemelos se voltearon al mismo tiempo, sincronizados como si hubieran ensayado toda la vida, ambos con la misma expresión de "eres imbécil".
—Nosotros no cambiamos de bando, idiota —dijeron al unísono—.
Nosotros jugamos del único lado que importa: el nuestro.
Fernando sonrió, acomodando la cabeza en el sillón con descarada comodidad.
—Y adivina qué... —añadió, con esa satisfacción perezosa que solo él podía tener— tú nunca estás en ese bando.
Julián abrió la boca para responder, pero ya no estaba escuchando.
Abrí la puerta del balcón, dejé que el aire frío me golpeara la cara...y saqué mi primer Sobranie de la noche.
Click.
Encendí el cigarro.
La llama.
La primera calada.
Ese ardor que me acomodaba los pensamientos.
Di una segunda calada, larga, profunda. El humo salió en una línea fina que se perdió entre las luces del jardín, como si intentara escapar igual que yo. De lejos, todo parecía una fiesta y no un duelo: luces colgando de los árboles, mesas cubiertas de blanco, flores en exceso.
Parecía una boda.
¿Una boda?
¿La mía?
Perfecto. Lo único que me faltaba: casarme por accidente esta noche.
Solté una risa corta, incrédula.