“Si alguien encuentra esto, es porque no me escucharon a tiempo.”
No sé si esto va a llegar a ti, o si acabarás borrándolo sin mirar.
Pero si has llegado hasta aquí, detente.
No soy una nota más. No soy un grito sin eco. Soy la prueba de algo que no debería estar pasando.
Escúchame. Con el cuerpo. Con los dientes apretados si hace falta. Porque esta voz —la mía— ya no tiene nada que perder.
Me llamo Alma, tengo dieciocho años y estudio primer curso de periodismo en la universidad.
Si. Esto es lo que tienes por delante… no esperes historias bonitas, ni finales felices. Aquí solo hay ruido. Ruido que araña. Gritos que rasgan calma. Y cadáveres que no tienen forma física, sino que se disfrazan de secretos que no se atreven a nombrar. Y ahí es donde comienza todo, no con una historia, sino con un grito que sale de un lugar profundo, de miedo, de rabia, de necesidad de existir.
Tiene que quedar claro: esto que estás escuchando no es un diario emocional, ni un desahogo puntual. Esto es mi defensa. Mi blindaje. Mi escudo. Esto es mi verdad y, si debes creer en algo, que sea en las palabras que ahora mismo se alimentan de mi pulso acelerado. Mi voz no titubea por capricho: estas líneas son fragmentos de supervivencia.
Aquel martes los pasillos del campus estaban casi vacíos. Las clases habían terminado, y lo único que quedaba era el eco suave de pasos distantes, alguna risa ahogada, y el murmullo repetido de la cafetera automática de la sala común. Las luces fluorescentes parpadeaban en la esquina del techo, como si también estuvieran agotadas. Todo parecía tan rutinario, tan insignificante, que me sentí casi a salvo. Casi.
Entré en la sala como otras veces, buscando desconectar. Me senté junto a la ventana con vistas al patio interior, desenrollé los auriculares y empecé a repasar unos archivos del taller de radio. Nada exigente, solo apuntes, frases sueltas, ideas que quizás más adelante se convertirían en algo serio. Ese momento de calma absurda duró exactamente lo que tardó mi móvil en vibrar contra la mesa.
Lo miré sin curiosidad, por inercia. Esperaba una notificación más: un correo, un grupo, un meme tonto. Pero no. Era un mensaje privado. Anónimo. En una cuenta sin foto, sin nombre, sin rastro.
“Sé lo que hiciste.”
Cuatro palabras. Frías, escuetas, imposibles de ignorar. Mi estómago se encogió. Sentí como si alguien me hubiese lanzado una piedra directa al pecho. El corazón me dio un vuelco y luego empezó a latir sin ritmo, rápido, como si quisiera escaparse. Me quedé mirando la pantalla sin parpadear, y durante unos segundos mi cerebro no supo qué hacer. Ni qué pensar.
El mensaje no tenía contexto. No había hilo de conversación. Era una frase lanzada como cuchillo al cuello, sin motivo aparente. Mi brazo temblaba. Lo intenté borrar, como si eso pudiera borrar también lo que acababa de sentir. El gesto fue torpe, casi desesperado. Lo borré. Respiré. Me obligué a no imaginar. Me forcé a tragar saliva.
Diez segundos después, otro zumbido. Otro mensaje. La misma cuenta anónima.
“Te lo haré pagar.”
Esa frase fue peor. Más cerrada. Más definitiva. Como si algo ya hubiese comenzado y yo ni siquiera lo supiera. Como si estuviera dentro de una cuenta atrás sin haber escuchado nunca el "tres, dos, uno".
Cerré los ojos. No porque quisiera serenarme, sino porque necesitaba que el mundo desapareciera un segundo. Todo se volvió monocromo. Silencio. Respiración cortada. El resto del campus podría haberse desvanecido y yo no lo habría notado. Mis sentidos se replegaron sobre mí: solo escuchaba mi respiración entrecortada, sentía el latido pulsando con violencia en mis sienes, y un calor inesperado expandiéndose por el pecho.
Ese calor no era reconfortante. Era sofocante. Como una fiebre súbita o el inicio de un ataque. No sabía si levantarme o quedarme quieta. Pensé que si movía un músculo, alguien —él, quien fuera— sabría que había leído el mensaje. Pensé que había cometido un error fatal solo por existir.
Nada en mi cuerpo recuerda algo más intenso. Algo más puro. Una mezcla perfecta de miedo, desconcierto y vulnerabilidad absoluta. Todo se congeló en ese instante: el tiempo, mi voluntad, incluso la noción de estar despierta. Podría haber gritado, pero no lo hice. Ni siquiera se me ocurrió.
En ese estrangulamiento involuntario, supe que lo que estaba ocurriendo ya no era una anécdota, ni un malentendido. Era una señal. Una grieta. Una entrada a algo que no sabía nombrar. Y también supe que no podía vivirlo en silencio.
Así que grabé. No por histeria, no por capricho. Lo hice porque, en ese momento, entendí que si no dejaba constancia, si no convertía lo invisible en tangible, nadie me creería. Y no quiero que esto se pierda. No quiero que alguien diga: “seguro que exageraba”, “seguro que estaba confundida”.
No.
Esto es real.
Este archivo es mi testigo.
Al salir al pasillo, sentí que el aire se volvía espeso, como una presencia que me seguía. Cerré la puerta tras de mí con un golpe sordo que retumbó en los pasillos vacíos, y me apoyé contra la pared, notando cómo el frío de la piedra atravesaba mi camiseta. Mis piernas parecían gelatina; los minutos anteriores estaban repitiéndose en un bucle que amenazaba con hacerme derrumbar.