El correo no tenía asunto.
Ni remitente conocido.
Ni una sola palabra.
Solo un enlace. Azul, subrayado. A pelo. Sin explicación.
Lo abrí sin pensar demasiado, casi con la misma inercia con la que se revisa un spam antes de tirarlo a la papelera. Estaba en la redacción improvisada de mi casa —una mesa de Ikea pegada a la ventana, portátil lleno de pegatinas, taza fría de café a medio beber— y me dije: “será otra promo basura o una broma tonta”. A estas alturas he recibido de todo: cadenas de alumnos, convocatorias absurdas, incluso una vez un vídeo de una iguana bailando bachata con un título que decía “urgente”.
Pero este era distinto.
No por lo que mostraba. Sino por lo que no mostraba.
Dudé. Por pura precaución profesional. Hay gestos que se convierten en reflejos cuando llevas años metida en la crónica digital: no abrir enlaces sin comprobar origen, no descargar nada sospechoso, no fiarse de nada que venga sin contexto. Pero algo… algo me picó.
Quizás fue el silencio.
O el momento.
O el modo exacto en que ese correo había llegado: directo a mi carpeta principal, sin filtros, como si hubiera sido escrito con una llave maestra. Como si alguien supiera que lo leería.
Hice clic.
La descarga empezó al instante. Un archivo de audio.
Nombre: Alma_01.wav
Nada más.
Lo abrí con el reproductor por defecto. Bajé el volumen por si acaso. Me preparé para una ráfaga de ruido blanco, una canción pegajosa o una grabación grotesca. Pero no fue nada de eso. No fue lo que esperaba.
Tardó unos segundos en comenzar.
Y entonces escuché su voz.
Una voz joven, tensa, decidida y quebrada al mismo tiempo. Una voz con grietas. Una voz que parecía hablarme desde una esquina muy concreta del miedo. Como si me llamara por mi nombre sin conocerlo.
No dijo “hola”.
No se presentó enseguida.
Empezó con una frase como un disparo al pecho:
“Si alguien encuentra esto, es porque no me escucharon a tiempo.”
Me incorporé en la silla, sin darme cuenta. El café se tambaleó. Cerré el resto de ventanas del ordenador. La pestaña del correo quedó abierta, pero se volvió invisible. Todo lo que existía en ese momento era esa voz. Esa chica.
Alma.
¿Era su nombre real? ¿Era un personaje? ¿Una performance?
Durante los primeros minutos me obligué a pensar que sí. Que se trataba de una estudiante creativa, una propuesta de storytelling inmersivo, algún experimento del taller de podcast o de los alumnos de segundo. El archivo se titulaba como esos audios de true crime con pretensiones artísticas. Voz femenina, ambiente tenso, confesión a cámara lenta. He oído decenas. He producido algunos. Conozco la fórmula.
Pero no.
Esto no era un guion.
Ojalá lo hubiera sido.
Había algo en su respiración. En la manera exacta en que sus pausas no buscaban efecto, sino aire. Como quien habla para no ahogarse. Como si cada palabra se arrancara del cuerpo, no de un papel.
A los tres minutos me quité las gafas.
A los cinco, puse el volumen al máximo.
A los siete, ya no podía dejar de escuchar.
Y lo peor no era lo que decía.
Lo peor era lo que me hacía sentir.
Una incomodidad viscosa. Una punzada de reconocimiento.
Y una certeza temprana, profunda, cruel:
Esto era real.
Y acababa de meterme en algo que no iba a poder desoír.
Pausé el audio cuando llegaba al minuto nueve.
Solo un clic. Una pausa breve.
Pero sentí que me había detenido yo, no el reproductor.
Me levanté sin pensar y fui directa a la cocina. No tenía hambre. Ni sed. Solo necesitaba mover el cuerpo. Huir de esa voz sin apagarla del todo. A veces hago eso: dejo las cosas a medias solo para comprobar que puedo retomarlas después. Como si al no cerrar del todo una puerta pudiera evitar que se convirtiera en un muro.
El suelo estaba frío.
Y yo…
yo llevaba días sin sentir nada tan real.
Soy Julia. Treinta y dos. Periodista freelance. Especializada en narrativas sonoras. Crónica íntima, le llaman ahora. Historias al oído, al estómago, a la médula. Eso, cuando hay encargos. El resto del tiempo escribo lo que puedo, corrijo lo que me pagan, y doy clase un par de tardes a la semana en la misma facultad donde estudié. Donde aprendí a contar y a callar. Donde ahora doy una optativa pequeña, casi invisible: Crónica Sonora.
A veces me siento como un parche.
Una voz de paso.
Una nota al pie de los planes de estudio.