Si alguien encuentra esto

3 - Las paredes no devuelven el eco (Alma)

Mi cuerpo ya no es un refugio. Es una jaula de carne en la que cada músculo actúa por su cuenta, como si estuviera convencido de que algo está a punto de ocurrir.

Me despierto con el cuello tenso y los dientes marcados en la lengua. Con los brazos entumecidos por haber dormido en posición fetal, como si necesitara proteger los órganos vitales incluso en sueños. A veces, me descubro con los puños cerrados, tan apretados que las uñas se han hundido en la palma sin que yo lo note. Entonces pienso: ¿cuánto tiempo llevo así? ¿En qué momento dejé de dormir y empecé a vigilar?

Antes, mi cuerpo era mío. Me gustaba estirarme en la cama después de una ducha caliente. Sentir el calor de la manta contra la piel. Subir las escaleras del campus con música en los oídos, sin contar los pasos. Era un vehículo, una casa, una herramienta. Ahora se ha vuelto un sistema de alarmas. Cada latido, cada respiración entrecortada, cada tensión en la espalda es una sirena muda. Mi cuerpo no descansa. Mi cuerpo vigila.

Caminar por los pasillos ya no es caminar. Es patrullar.

El suelo cruje bajo mis zapatillas y no me gusta el eco que devuelve. Miro a un lado y al otro, aunque no espero ver a nadie. Me detengo cuando oigo una puerta lejana, incluso si es solo viento. Lo pienso dos veces antes de entrar a un aula vacía, y lo pienso tres antes de quedarme a solas con alguien, quien sea. Hasta con gente que antes me daba confianza. La desconfianza se ha convertido en una forma de reflejo. En un instinto.

He desarrollado nuevos hábitos sin decidirlo.

Compro comida que no necesita microondas, para no tener que usar la cocina compartida. Llevo siempre el móvil con la grabadora activada, como si así pudiera evitar algo. Me siento cerca de las puertas de salida. Evito sentarme de espaldas a los cristales. Evito mirarme demasiado al espejo. A veces siento que si lo hago, no voy a reconocer lo que hay ahí.

Mi cuerpo vibra con un miedo tan sutil y persistente que ni siquiera necesita un motivo nuevo para activarse.

No necesito ver a nadie. No necesito una amenaza visible. Basta con estar sola en un aula demasiado silenciosa o notar que alguien se me queda mirando un segundo de más. Basta una vibración en el bolsillo. Un sonido mal interpretado. Una risa que no tiene contexto.

Cada vez que intento relajarme —cerrar los ojos en la biblioteca, apoyar la cabeza en el autobús— hay algo que me lo impide.

Una punzada en la nuca. Una sensación de estar siendo observada. Un pensamiento como un zumbido: “no bajes la guardia”.

Hasta mis gestos más cotidianos han cambiado.

Ahora cruzo los brazos cuando hablo. Camino deprisa aunque no tenga prisa. Hablo poco. Evito los espacios amplios. Prefiero los pasillos estrechos. Me abrigo aunque no haga frío, como si una capa extra de ropa pudiera protegerme del mundo.

Y lo peor es que no puedo explicárselo a nadie sin parecer exagerada.

¿Cómo se explica que tu cuerpo ha dejado de ser un aliado?

¿Cómo se dice en voz alta que ya no sabes qué significa sentirte a salvo?

No hay moratones. No hay cicatrices. Solo una tensión constante, un sobresalto que vive debajo de la piel.

Por fuera, parezco normal.

Pero por dentro, me estoy replegando. Como si estuviera entrenándome para una guerra invisible.

Y si alguna vez llegara a estallar, sé que mi cuerpo lo sabría antes que yo.

Antes, el silencio era descanso. Un refugio después del ruido. Un lugar donde podía escuchar mis propios pensamientos sin interrupciones. Ahora el silencio es un animal con los ojos abiertos. Un espacio lleno de garras invisibles.

No es paz.

Es amenaza latente.

Es espera.

Entras a una sala vacía y no suena nada. Ni un clic de teclado, ni un suspiro, ni el zumbido de los fluorescentes. Y ese silencio, tan aparentemente inofensivo, se convierte en algo que te observa. Sientes que hay algo justo fuera del campo visual, respirando al ritmo de tu ansiedad. No lo ves, pero está ahí. Como un agujero que absorbe el sonido.

Los espacios sin ruido se han convertido en lugares donde me siento más expuesta.

Porque el ruido, aunque molesto, al menos delata presencia. Un paso. Una tos. Una puerta. Pero el silencio… El silencio no te avisa. Se estira, se dilata, se te cuela dentro. Y cuando te das cuenta, ya es demasiado tarde: estás escuchando solo tu corazón en los oídos, y ese sonido, amplificado, no te consuela. Te delata.

Hay algo extraño en los ecos.

He empezado a notarlo en ciertas aulas: hablas en voz baja, como para ti misma, y no hay respuesta. Ni rebote. Ni rebote de rebote. Como si las paredes se hubieran tragado tu voz sin masticarla. Como si lo que dices se disolviera en el aire, y entonces entiendes que estás completamente sola. Que no hay testigo. Que ni el sonido quiere quedarse contigo.

Recuerdo una tarde en la biblioteca. No había nadie en mi pasillo, o eso pensé. Me senté con los cascos puestos, sin música, solo para filtrar el ambiente. Y fue entonces cuando escuché ese silencio denso, como una especie de cemento en los oídos. No es que no se oyera nada. Es que lo poco que se oía —una silla arrastrándose, un papel doblado, una respiración ahogada— sonaba como si viniera desde muy lejos. Como si yo estuviera debajo del agua. O debajo de tierra.



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En el texto hay: misterio, conspiracion, hacker

Editado: 03.12.2025

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