– Pamela, te vas a caer –su piel de leche ya está repleta de razones por las que es una mala idea dejarla al mando de su propia silla, pero tiene que ser un bache que la sacude peor que uno de esos muñecos cabezones el que la empuje a frenar sus llantas, y su necedad la que la hace acelerar con más vigor que antes.
Los partidos políticos a cargo de esas madres no podrían haber escogido un material menos corriente: una correteada y los alambres del paraguas ya se desprenden de su sitio, y uno alcanza a desgarrar la tela de blanco. Ni de adorno sirvió llevárselo, pero por respeto a la vía pública que no lo suelta en plena calle, y sigue jugando a las carreritas con la niña más grande que conoce.
Los números de las casas van descendiendo conforme ellos avanzan, una cuenta regresiva que da cuerda a su pecho para que vibre en su propia emoción. Una parvada de palomas es víctima de su regocijo, y debe parar de pelear por una sola hogaza de pan si no quiere ser arrollada; las alas grises llegan a golpearlos en lo que emprenden vuelo, y su gorjeo se esconde detrás de las risas y comentarios de esos dos. Llegan a Nogales 008, una tienda de abarrotes, lo que sigue es un lote baldío.
Cortinas y cortinas de maleza les impiden el acceso, uno que otro girasol se impone a lo más alto y desde su posición adivinan que es seguro que se hallen algún animal bien peligroso: orugas peludas, culebras, ratas, ¡el chupacabras! Las paredes y sus grafitis obscenos ni se distinguen con tanta hierba, pero Pamela toma una rama y aparta las greñas secas que tienen en frente, hallándose la cifra que buscan escrita a lápiz, pero difuminada por la edad.
"006"
Ya bastante satisfecho con eso, Juan quiere dar media vuelta y retomar su velada. Es Pamela la que ya anda asomándose por cualquier hueco para darle nombre a la mancha rojiza que saluda desde su recoveco.
– ¿Qué haces?
Su sombra flacucha oscurece la fauna muerta, que se arruga y encoje sobre sí misma, como haciéndose un hilo marrón que cae sobre su propio peso.
– Creo que hay algo tirado, es como un hormiguero, o un jarrón.
– Y seguramente vamos a aventurarnos ahí dentro para averiguarlo ¿verdad? –se hace del descansabrazos derecho y retroceden; de ninguna manera le permitiría exponerse a ese nido de males gratis–. No, gracias, ya nos vamos.
– ¿No? ¿Y para qué hicimos este viaje entonces? Ya déjate de cosas, yo paso primero.
Está usando la dona en su muñeca para recogerse el cabello, y si le insisten sobre el fuego de la decisión en sus ojos, no es por necedad sino de un deseo suicida. Por cinco minutos, su aguante es puesto a prueba debajo de la tiranía del rey sol con negativas, argumentos en contra, berrinches y sabe que se ha salido con la suya cuando oye un bufido sin ganas, y el cabello se le va para atrás a la par de su cabeza, exhibiendo su derrota.
– Eres una verdadera mula cuando quieres. Toma –empieza a desabrocharse su camisa y en un segundo la cubre con ella, Pamela se burla de que está toda sudada pero su dueño le contesta que de otro modo acabará llena de piquetes.
– ¿Me la puedo quedar? –no hace su pregunta hasta que corrobora que la prenda le queda holgada, conoce perfectamente su respuesta y aún con los años no se abstiene de hacerla.
– Claro que sí.
Las llantas de negro aplastan el pastizal con la menor dificultad, Juan se siente como si llevara una podadora, pero el olor a heces y perro muerto le corta la inspiración, y si alguna vez podó en el rancho no lo supo. Con el otro brazo de cubrebocas, le señalan un sector olvidado en la esquina del todo, pero Juan duda en acercarse. Ya no piensa en las alimañas que podrían esconderse ahí, las hojas que le rasguñan la piel sin compasión o los deseos del sol por que sean olvidados por el tiempo y acompañen al zacate y la tierra sedienta que sepulta sus últimos intentos. Así como el río en el que jugó por tanto tiempo esconde lo más sagrado para él, aquello que echa en falta pero no recuerda, le pesa preguntarse si lo que están buscando es el tesoro perdido de otro, uno por el que va a volver algún día. El césped seco ya no cruje debajo de sus pies y se acercan a lo que definirían como una pelota hecha de tierra y piedra caliza. Se detienen. Las manos rojizas de la quemazón recogen aquello, adentro tiene ramitas y una que otra flor que reconoce, son de esas chiquitas que crecen al costo que sea y se asemejan a palomitas diminutas. Deducen que alguien debió arrancarlas hace poco pues no han marchitado y, al lado, un pétalo de verde y morado vuelve a salir de los paradigmas que establece ese baldío: el calor no la tuesta todavía.
Salen de entre los matorrales mientras comparten sus teorías al respecto. Ambos opinan que puede ser una colmena de algún insecto bien raro, no tiene una función aparente que les haga pensar que fue hecha por una persona. Juan se adelanta para tirar su imitación barata de sombrilla a un tambo azul, y de paso se frota las manos por los pantalones, que quedan embarrados de rastros de esa arena de marrón y amarilla que da la impresión de que no la ha tocado una gota de agua, lo que es bien particular si tomaba en cuenta que llovió esa misma noche. Regresa sobre sus pasos al ver el coco de tierra en el regazo de su pareja, que duda en si tirarlo ahí o llevarlo.
– Tengo una idea. Podemos dejarlo aquí, escondido, al finalizar la tarde volvemos por él y lo llevas a casa. Tú lo hallaste –toma en cuenta la garantía de que no harán competencias bobas por determinar quién se lo queda. De otro modo se veía atragantándose con el sushi por acabarse todo lo de su plato antes que Pamela. Además, con Michi en la ecuación no duraría una semana, y en tanto Pamela lidia con un hermano mayor que teme entrar en su recámara e interrumpir una escena de adultos. Es obvio en qué manos va a estar más seguro.
– Está bien, vámonos.
Dicho y hecho, acatan sus instrucciones y se retiran entre quejas del mal clima y los zancudos, nada más falta que les salga humo de la cabeza, que ya parecen comales antes de otra cosa. Música agradable y el bendito fresco del aire acondicionado los acompaña a lo largo y ancho del centro comercial cercano al que se deciden por ir y pasar su tiempo. Empachados de tanto arroz y bolas de pollo con salsa agridulce, mantienen una charla sobre un tema mucho más serio: el futuro. Juan tiene claro que va a pedir un lugar en los hospitales de la zona y será nutriólogo en alguna de ellas durante unos años, luego buscará tener su propio consultorio que a la vez va a ser su casa. Cree que seguirá con ella en ese entonces, y en secreto ya está buscando las mejores opciones para que puedan compartir un hogar a pesar de su discapacidad. Pamela, en tanto, se la ha vivido bien segura de que hay poco trabajo como ingeniero ambiental en el país, pero tiene un plan: si no encuentra un empleo competente uno o dos años después de obtener la licenciatura, se irá a buscar uno en el extranjero.
Editado: 16.01.2021