Fuego, Dolor y Supervivencia Mi infancia dio un giro dramático muy temprano en mi vida. Como cualquier niño, estaba lleno de curiosidad, ansioso por tocar, explorar y descubrir el mundo que me rodeaba. Mis padres, trabajadores y dedicados, me confiaron al cuidado de mi tía mientras ellos se encargaban de sus responsabilidades diarias. Un día, mi inocente búsqueda de descubrimientos me acercó demasiado al peligro. Una lámpara de queroseno estaba a mi alcance. En un momento de curiosidad infantil, toqué lo que no debía. Lo que sucedió después marcaría mi vida para siempre: la lámpara explotó. En un instante, las llamas me rodearon. El dolor me recorrió el cuerpo mientras el fuego quemaba mi joven piel. La explosión no solo me dejó quemaduras graves, sino que también me quitó la vista del ojo izquierdo. Lo que comenzó como un día normal de juego se convirtió en un día de tragedia. Me llevaron de urgencia al hospital. Mis padres, conmocionados y profundamente afligidos, solicitaron una cirugía de emergencia inmediata. Pasaron las horas mientras los médicos trabajaban y mis padres rezaban en silencio. Susurraron su dolor y su esperanza a Dios, mientras amigos cercanos y el compasivo personal del hospital los rodeaban de consuelo. Esas horas fueron de las más largas de sus vidas. El peso de la incertidumbre los oprimía con fuerza, pero la fe los mantuvo en pie. Las lágrimas de mis padres se mezclaban con oraciones, su dolor se contuvo con valentía, y sus corazones rotos fueron llevados por la presencia de Dios. Aunque el accidente dejó cicatrices permanentes y me costó la visión de un ojo, no me destruyó. Al contrario, sembró en mí la semilla de la resiliencia. A tan temprana edad, comencé a comprender que la vida puede ser frágil, pero dentro de esa fragilidad reside una fuerza extraordinaria. La tragedia que podría haber puesto fin a mi historia se convirtió en el comienzo de un testimonio. En medio del fuego y el dolor, la supervivencia se convirtió en mi himno.
Editado: 03.09.2025