El poder de la familia y la fe Tras el accidente, la vida fácilmente podría haberse sumido en la desesperación. Las quemaduras, la pérdida del ojo izquierdo, las interminables visitas al hospital: eran cargas pesadas para un niño y para una familia. Sin embargo, en medio del dolor, descubrí algo mucho más grande: el poder inquebrantable del amor y la fe. Mis padres nunca me abandonaron al dolor. Aunque sus corazones estaban destrozados por lo sucedido, me colmaron de ternura. Cada lágrima que derramaban se compensaba con cada oración que susurraban a Dios. Me recordaban a diario que mi vida no era un accidente, que mi existencia tenía un propósito y que ninguna tragedia podría borrar el plan de Dios para mí. Mi familia se convirtió en mi ancla. Mi tía, a quien le habían confiado mi cuidado, no permitió que la culpa la destruyera. En cambio, decidió llenar mi vida de amor y atención. Tíos, tías, primos y vecinos se convirtieron en parte de un sistema de apoyo que me sostuvo cuando estaba demasiado débil para caminar por mí mismo. Pero sobre todo, fue la fe lo que nos sostuvo. Mis padres se arrodillaban junto a mi cama y alzaban la voz en oración. Su fe no estaba solo en los médicos ni en las medicinas que me daban, sino en el Dios que da vida y devuelve la esperanza. Cada oración se convirtió en un escudo que me protegía de la desesperación. Aprendí rápidamente que la supervivencia no se trataba solo de la sanación física, sino también de la fortaleza espiritual. El dolor me enseñó perseverancia. Las cicatrices me enseñaron humildad. Y la fe me enseñó que el plan de Dios es más grande que mi sufrimiento. Mirando atrás, me doy cuenta de que sin mi familia y sin fe, el accidente podría haberme destrozado. En cambio, me moldeó. Lo que debería haber sido el final de mi historia se convirtió en la base de un comienzo mejor. Mi familia me dio la mano. La fe me animó. Juntos, me ayudaron a superar la tragedia y a desarrollar resiliencia.
Editado: 03.09.2025