Creciendo Diferente Crecer después del accidente no fue fácil. Los niños pueden ser crueles, incluso sin quererlo. Pronto aprendí que la vida me vería diferente debido a mis cicatrices y la pérdida de mi ojo izquierdo. Algunos me miraban con curiosidad, otros susurraban a mis espaldas y otros eran abiertamente crueles. Al principio, me dolió profundamente. Me preguntaba por qué tenía que ser diferente, por qué mi cuerpo y mi rostro no podían ser como los de los demás. Sin embargo, en esos momentos de duda, comencé a descubrir algo más importante: la fuerza interior. La escuela se convirtió en un campo de pruebas, no solo para aprender lecciones de los libros, sino para aprender lecciones de vida. Enfrenté preguntas, miradas y, a veces, rechazo. Sin embargo, cada desafío me enseñó paciencia y resiliencia. Aprendí a mantener la cabeza alta, a sonreír incluso cuando era difícil y a responder con amabilidad en lugar de ira. Mis padres y mi familia siguieron siendo mis pilares. Me recordaron que mi valor nunca se mide por las apariencias, sino por el corazón y el espíritu que llevo dentro. Mi fe me recordó que Dios me creó con un propósito, que mis dones y mi potencial no estaban limitados por una sola cicatriz ni una sola diferencia. Con el tiempo, la curiosidad del mundo se convirtió en respeto, y los susurros en admiración. El niño que una vez fue tímido e indeciso se convirtió en alguien seguro de sí mismo, consciente de que ser diferente no era una debilidad, sino una fortaleza única. Comprendí que crecer siendo diferente era, de hecho, un don. Me enseñó empatía, valentía y la capacidad de ver más allá de los juicios superficiales. Me mostró que las pruebas de la vida no están destinadas a quebrarnos, sino a moldearnos para ser seres humanos más fuertes y compasivos.
Editado: 03.09.2025