Liliana repasó uno a uno aquellos trazos, escritos sin razonar, por completo viscerales. Buscó darles sentido: ¿De qué forma encajaban en su vida esas emociones enquistadas? No lo sabía, ni siquiera entendía por qué de pronto tuvo la necesidad de vomitarlas en el papel.
Simplemente sucedió. Julia y su caja de Pandora. Seguir la descabellada sugerencia de la terapeuta le había quitado hasta las ganas de ir a su sesión semanal.
Aquel sábado la había cancelado, excusándose en la auditoría en curso en la fábrica de empaques de cartón en la que laboraba desde hacía cinco años.
En el fondo, no quería admitir ante Julia que había comenzado a escribir sobre su fantasma.
Cerró la libreta, de pastas duras y rosas, con dibujos de Hello Kitty, que se había vuelto su confidente, y la guardó en el fondo de su bolsa. Luego, regresó la vista a la pantalla de la computadora sobre su escritorio.
Checó la hora. Faltaba poco para la salida.
Su cuerpo clamó por un café. O algo. Un paracetamol le iría mejor, pensó, paseando la vista por el cubículo de tres por tres metros que era su oficina. Le pareció todavía más pequeño y asfixiante que de costumbre. Sin ninguna ventana, más allá del cristal que daba a dos de las cuatro líneas de producción, la sensación se incrementó hasta causarle piquetes de ansiedad que atormentaron la planta de sus pies.
Aborrecía los zapatos de trabajo. El casquillo de metal los hacía más pesados y encima le daban muchísimo calor.
Llevó ambas manos al cuello y lo masajeó, en una pugna entre levantarse e ir por el respiro que tanto pedía su sistema, o dedicarse a terminar el documento que debía entregar antes de irse.
La pantalla encendida la convenció de seguir en la silla. Se concentró en el archivo de Excel abierto. A su alrededor, sobre la superficie del escritorio, había hojas de diseño, reportes de calidad y otros de ventas. Todo traducido en números. Amaba los números, para ella eran mucho mejores que las palabras: no mentían; eran su lenguaje favorito.
Encontró rápido el hilo de aquel informe y se sumergió en el sitio más seguro: la abstracción que le permitía su trabajo.
Cuarenta minutos después logró finalizarlo y, orgullosa, lo añadió al correo que redactó con rapidez. El destinatario era el gerente de producción al que respondía como jefa del departamento de Calidad. Lo envió y un alivio relajó sus músculos tensos.
Su oficina estaba enseguida del laboratorio donde se realizaban las pruebas de calidad necesarias a los productos. Ahí también se encontraba una sala de reposo para su equipo de auditores. Solían usarla poco, al menos en el primer y segundo turno; en las noches era diferente, servía además para pláticas furtivas y tomar siestas cortas.
Al salir hacia la sala, encontró a Estefanía, retocaba su maquillaje haciendo uso de un pequeño espejo redondo.
—¿Lista? —preguntó la joven mujer, sin dejar de mirar su reflejo, con la cabeza echada hacia atrás y aplicando con cuidado el maquillaje en polvo sobre su rostro.
Liliana quiso decirle que no, tras cuestionarse por qué había decidido enlistarse en aquella aventura social de la que tenía tan pocas ganas.
—Claro.
Enseguida, regresó a la oficina y fue hasta su bolsa, colgada en el perchero a un lado del escritorio, sacó una pequeña caja de regalo y la puso un lado de la mesa de trabajo frente a la cual estaba sentada Estefanía.
—¿Y esto? —indagó la mujer, con los labios abiertos en una expresión de agrado.
—¡Feliz cumpleaños! Espero que te guste.
No tuvo que decir mucho, la festejada lo abrió de inmediato y sus ojos brillaron contemplando la delicada pulsera de piedras azules sobre eslabones plateados.
—Es bellísima, jefa. No debiste molestarte —exclamó. A continuación, se levantó de golpe y la abrazó.
Ella correspondió, feliz de haber llevado esa alegría.
—No es nada.
Estefanía movió la cabeza, negando, en tanto se colocaba la pulsera. Una vez puesta, estiró su brazo y la observó.
—Es mucho, se la presumiré a mi novio. A ver si así se pone las pilas con el regalo. Le diré que es de un admirador secreto.
El cruel plan la hizo sonreír, aunque no lo aprobaba, al contagiarse del entusiasmo de su compañera.
—No seas así, lo que sea que te regale, lo debe hacer con cariño.
Estefanía estaba por replicar, tras poner su cara desdeñosa, no obstante, se guardó su comentario cuando el celular de Liliana comenzó a sonar en el bolsillo de la bata blanca de laboratorio que llevaba puesta. Ella sacó el aparato y respondió rápidamente al ver el nombre de quien la llamaba en la pantalla.
—Sí, ingeniero.
—Me acaba de llegar el informe, ¿puedes venir? Tengo una duda que necesito que me aclares.
—Ya voy.
Colgó y suspiró, viendo la hora. Diez para las tres. Se suponía que, siendo sábado, ya tendría que estar saliendo. Miró con pena a Estefanía.
—A lo mejor no voy a poder ir.
—No, jefa —exclamó la mujer, frunciendo el entrecejo con pesar—. Yo te espero, vámonos juntas.