Liliana tocó la puerta antes de entrar y, al recibir la aprobación desde el interior, abrió. Era la primera vez que se adentraba con la mortificación carcomiéndole las entrañas, en gran parte por la advertencia de Estefanía, todavía haciendo ruido en su cabeza. Pero, en realidad, lo que la tenía mal era no haberse dado cuenta.
Enrique Arias había sido desde su llegada un aliado, un hombre de principios que solía reflejar en su trabajo. Al inicio, desconfió de él pese a su amabilidad. El anterior gerente de producción había sido su enemigo declarado; nunca la aprobó como el reemplazo de su antecesor, a quien la calidad del producto era lo que menos le importaba, sino más bien obligado por una decisión ejecutiva por encima de él.
Ella no pudo seguir conservando la poca responsabilidad con la que se hacían las cosas en el departamento. Su trabajo a partir de entonces fue deshacer todas las prácticas viciadas que había fomentado el anterior jefe de calidad.
Con la llegada del ingeniero Arias, su labor pasó de ser una lucha de poder en la que iba perdiendo, a convertirse en un trabajo en equipo. Se sintió apoyada y protegida por él, y su actuar, ético y profesional, le recordó a su papá. Por eso, la idea de que estuviera interesado en ella como mujer le provocaba un desagrado físico.
Se relamió los labios, la boca se le había secado de repente.
—Dígame, ingeniero —dijo, tragándose su sentir.
La oficina de gerencia era amplia, sin ostentaciones, más bien un espacio reconfortante y práctico para quien la ocupaba y pasaba largas horas entre sus cuatro paredes. Dos altos estantes se alzaban en la pared izquierda, repletos de gruesas carpetas de pasta verde, las comunes de papelería. En la pared opuesta, colgaban numerosos cuadros con certificaciones y reconocimientos otorgados a la fábrica. La última pared estaba casi completamente ocupada por un grueso cristal que, al igual que el de su propia oficina, ofrecía una vista directa a las líneas de producción. El piso blanco e impoluto reforzaba la sensación de orden que impregnaba el ambiente.
El ingeniero Arias se encontraba sentado en su silla ejecutiva detrás del escritorio, otro mueble grande y tan repleto de documentos como el de ella. Había estado viendo, con gesto analítico, la pantalla de la computadora encendida. Sin embargo, para recibirla, se puso de pie.
—Te agradezco que hayas venido, sé que ibas de salida —saludó él y, con una seña, le ofreció sentarse en una de las sillas al otro lado del escritorio.
Ella asintió, curvando sus labios hacia arriba, pero sin llegar a sonreír.
Una vez que los dos estuvieron cómodos, el ingeniero le manifestó sus dudas, algo sencillo acerca de un dato proporcionado por el departamento de ventas. Fue más bien como si quisiera la confirmación de Liliana a lo dicho por el encargado o, tal vez, solo tenerla ahí; la posibilidad le abrió un hueco en el estómago.
Al finalizar el diálogo profesional, se hizo un silencio. El aire se cargó de expectativa. De pronto, el ingeniero se inclinó ligeramente sobre el escritorio, apoyando sus antebrazos y codos sobre la superficie; las manos entrelazadas le confirieron severidad, sin resultar amenazante.
Con la proximidad, su perfume la envolvió por completo. O era el efecto de la intimidad que le trasmitió la cercanía de él. No lo sabía.
Olía bien, tuvo que reconocerlo, muy a su pesar.
Sus ojos no pudieron sostener la mirada oscura de él, mucho menos seguir fija en su rostro, uno que correspondía al semblante de un hombre cuya seriedad era parte de un encanto reconfortante. En cambio, recorrieron bajo su cuello; el ancho de sus hombros y la robustez de su pecho eran muy varoniles... atractivos. Se odió por pensarlo cuando unos minutos antes se juraba que lo veía como a un padre.
Quizá llevaba demasiado tiempo sola. Cinco años vacía de caricias debieron provocar algo en su cuerpo. Se consoló pensándolo, porque si de algo estaba segura era de conservar su soledad.
—En una semana es el evento de inicio de año que ofrece el grupo Empaques Premier. Será mi primera vez en estar ahí.
—Sí, lo sé, dicen que es muy agradable. Es una cena de gala, también baile. Verá a los directivos y a los gerentes de las otras plantas. Se la pasará bien.
—¿Te gustaría acompañarme?
El cuestionamiento la descolocó, obligándola a replegarse contra el respaldo de su asiento. Los labios le temblaron al abrirse, antes de lograr pronunciar palabra. Su mirada la traicionó y buscó la de él, en la que brillaba la esperanza.
Ya no podía negar lo dicho por Estefanía.
—Yo... —«Di algo, di algo» Pero no sabía qué. Era la oportunidad de acabar de raíz con el interés que él pudiera tener en ella, pero, al mismo tiempo, no quería rechazarlo directamente ni herir sus sentimientos de forma alguna. Él había sido tan bueno—. Tengo un compromiso ese día, pero si es parte del trabajo...
—No, no es parte del trabajo —acotó él, con la firmeza implícita de su carácter—. Entiendo si no puedes, tal vez en otra...
—Ese día... cumplo un año con mi novio, por eso no puedo.
Hizo la aclaración sintiéndose una ingrata.
Por un instante, no hubo más palabras, solo los ojos de él sobre ella, evaluando con la misma meticulosa rigurosidad que aplicaba en el día a día. Lucía confundido, pero supo recomponerse rápido. Carraspeó y una sonrisa de labios cerrados, medio derrotada, asomó entre la barba entrecana que cubría su rostro.