Si lo permite la vida

8

La motocicleta dejó de vibrar cuando llegaron a su destino y el conductor apagó el motor.

Liliana debía bajar, pero se tomó unos instantes para desprenderse del cuerpo al que, inevitablemente, había vuelto a aferrarse al comenzar el viaje, con mayor cautela, temiendo que la cercanía revelara lo que llevaba dentro.

Al final, logró separarse de la tentadora fuente de calor, y se quedó masticando el vacío que le dejó.

Ramón bajó después que ella y recuperó su mochila, liberándola de la carga con rapidez. Todo sin decir una palabra.

—No olvides ir el lunes con el ingeniero Salas. Te caerá bien. Pregunta directo por mí en la caseta y yo te llevo con él —dijo, en un intento de romper la ligera conmoción que pareció apoderarse del ánimo de los dos durante el trayecto.

El golpeteo inesperado en su corazón se estiraba sin piedad. Aturdida, se preguntó si él estaría experimentando algo similar, o si era la única afectada; si acaso él se había dado cuenta del remolino que acababa de causar en un alma marchita.

Reconocía que fue poco amable al enfriar tan de repente lo que estaba sucediendo... al menos de su parte. Por fortuna, la excusa de estar bajo los efectos embrutecedores de la cerveza la hacía sentir menos expuesta. No obstante, la posibilidad de que él estuviera arrepentido del tiempo compartido, o enfadado de alguna manera, le causó un profundo malestar.

No, él no era así, se lo repitió mil veces antes de atreverse a buscar la verdad en sus ojos.

Entonces, Ramón sonrió bajo el casco. No podía ver sus labios, pero las líneas de expresión alrededor de su mirada se lo dijeron.

—Ahí llego. Gracias, Lily —pronunció, ajustándose las correas de la mochila, sin disminuir ni un poco la amabilidad que lo caracterizaba—. Me saludas a tu mamá.

—De tu parte.

Sin darse cuenta, una sonrisa le floreció en el rostro, reflejo inmediato del tono amistoso en las palabras que le acariciaron los oídos. La pasividad del joven la hizo estar segura de que lo experimentado fue solo en una dirección: la suya.

Supuso, con cierta melancolía, que para él fue otro favor a la hija de su jefe, un gesto de buena voluntad que ella correspondería de igual forma.

Más tranquila al respecto, le devolvió el casco que le había prestado y se despidió. Dio uno y otro paso hacia la puerta de la casa, preguntándose si él la miraba, si le gustaba lo que veía tanto como a ella le había gustado verlo a él bajo otro prisma.

Moría de ganas por girarse y comprobarlo.

Sin embargo, lo supo hasta alcanzar la entrada y abrir la cerradura. Fue en ese momento que tuvo la oportunidad y vio a Ramón subirse en la moto, tras agitar la mano para despedirse. Igual que un buen amigo, arrancó al asegurarse de verla entrar.

Poco después, el estruendo del motor rompió el silencio de la noche, y él se desvaneció en la oscuridad antes de que el eco de su partida se disipara.

En la seguridad del hogar, Liliana se atrevió a sorber todo el aire que le faltó en los últimos minutos, hasta deshacerse del engorroso exceso de temperatura que le circulaba por la sangre, agolpándose en puntos clave que prefería no reconocer, solo para no admitir que aún era capaz de sentir con la misma intensidad que años atrás.

«Con él no. No lo arruines». En realidad, ni con él ni con nadie, agregó.

De nuevo, culpó al alcohol y a la falta de control que le ocasionó. De haber estado en sus cinco sentidos, se habría comportado con mayor prudencia y conservado la distancia.

Por más que intentó justificarse y olvidar, un estremecimiento volvió a recorrerla al recordar lo cerca que estuvo de juntar sus labios con los de Ramón, en un impulso que calificó de irracional e inmaduro.

El deseo se había apoderado de ella con fuerza durante la cena, mientras lo observaba y se preguntaba qué sabor tendría su boca... cómo se sentiría probarla.

La duda creció, alimentándose de cada mirada y cada gesto, hasta eclipsarle la mente por completo cuando él la hizo girar, obsequiándole un momento tan grato que aún le quemaba por dentro.

Piel contra piel, creyó incendiarse.

Ser consciente de lo que le provocó estar entre los brazos del joven, incluso en un juego aparentemente amigable, la dejó dándole vueltas a la sensación. Una emoción que creyó extinta para siempre había despertado sin que pudiera hacer mucho por apagarla, excepto alejarse. Y estaba segura de poder hacerlo, solo necesitaba acostumbrarse.

Era, al fin y al cabo, una mujer adulta que había optado por la soledad antes de arriesgarse a otro naufragio.

Ramón, por otro lado, era muy joven. Con una vida por delante y una muchacha en su futuro igual de buena que él.

Con la espalda contra la puerta cerrada, sacó el celular de la bolsa. Exhaló, deshaciéndose de tanto, y vio la última foto capturada, la de ellos, juntos. Sonrió. Luego buscó el número de Ramón para enviársela y cumplir la promesa de compartirla con él.

Pronto, esa noche sería solo un bonito recuerdo para ambos. Con esa certeza, se adentró en la casa silenciosa y en las penumbras que la recibieron otorgándole un pronunciado escalofrío.




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