Si lo permite la vida

9

La cama vacía seguía intacta, demasiado cerca de la suya. Apenas despegó los párpados pudo notarlo y fue imposible ignorarla. La penumbra de la madrugada que lo envolvía aumentó el malestar, obligándolo a parpadear varias veces para acostumbrarse a la falta de luz. No podía volver a dormir sin saber qué hora era exactamente, así que buscó a tientas el celular en el suelo dónde lo dejaba por las noches para tenerlo a mano.

En la pantalla aparecieron las cuatro cuarenta y tres. Resopló, harto al extremo de liberar un bufido. Lo fastidiaba despertarse antes de lo acostumbrado; cada minuto de sueño era valioso. Pero, lo que en verdad odiaba, era que la razón de su falta de descanso tuviera nombre y compartieran apellido.

Ni siquiera el reducido espacio de la habitación, absorbido por un clóset maltrecho, una litera y la cama que ocupaba, una de colchón individual que sentía pequeña, lo mortificaba de la misma manera en que lo hacía Joel.

Joel, Joel, maldito Joel. Su nombre se repitió, igual que golpeteo, en la cabeza de Ramón.

Max dormía profundamente en la parte superior de la litera, cubierto casi por completo con la cobija y ajeno a lo que ocurría, como el pequeño de la familia que, sin importar el paso del tiempo, parecía destinado a ser el protegido por el resto.

En cambio, Joel era otra historia. Desde el sábado en la tarde no sabían de él, y recién iniciaba el lunes.

Ramón llevaba meses convenciéndose de no dejarse afectar por las acciones del joven veinteañero. La última vez que había intentado interferir se dio cuenta de que su hermano menor ya no lo era y la decepción superó al cariño.

Aquella vez, y sin importar los golpes que ambos hijos se propinaron, su madre fue quien más sufrió.

Desde entonces, prometió mantenerse al margen. Joel era mayor de edad, no podía obligarlo a nada. Lo que hiciera, él no movería un solo dedo para detenerlo. Sin embargo, cumplirlo era la parte difícil pues, aunque quisiera, no podía evitar preocuparse por lo que la situación causaba en su madre, por más que ella intentara guardarse su pena.

Ruidos en la cocina y la tenue luz eléctrica de la bombilla amarillenta que se encendió, filtrándose por la rendija de la puerta entreabierta, lo convencieron de salir de la cama. Le tomó unos minutos, el peso del cansancio seguía en él, igual que cadena pesada.

—¿Qué haces despierto tan temprano? —cuestionó Antonia al verlo aparecer por la puerta de la habitación poco después.

Ramón se frotó los ojos para habituarse a la iluminación. Luego, se encogió de hombros para restarle importancia.

—¿Y tú, jefa?

—Yo te pregunté primero —recalcó la mujer.

En la mano derecha llevaba una taza con una cuchara dentro y, tras el breve cuestionamiento a su hijo, caminó rumbo a la alacena por el café y el azúcar. Sacó uno a uno los recipientes, envases de vidrio reusados, y los depositó en la mesa del comedor, junto a la taza.

—Es que hoy voy a una empresa, a llevar el currículum. Quiero ir temprano para no tener que pedir permiso otra vez en el taller.

Ramón notó como la mirada de su madre se iluminó, pero no dijo nada. Él creyó saber la razón: debía tener la mente ocupada en el hijo ausente.

—El sábado vi a Lily —mencionó, en un intento de distraerla, al tiempo que abría una de las sillas y se sentaba en ella.

—¿A cuál Lily? —Antonia parecía más ausente que de costumbre. La observó preparar el café y luego tomar la cazuela de la hornilla, llena hasta la mitad de agua recién hervida.

—Cuál va a ser: la hija de Agustín y la señora Olga.

—Dirás la hija de ella —comentó al aire.

A Ramón no le pasó desapercibido aquel tono malintencionado, el mismo que Antonia solía usar en conversaciones con las vecinas, cargado de ironía y liberado junto a la afirmación.

—¿Cómo así, jefa?

—Es la verdad —enfatizó, acomodándose en la silla frente a él—. Con Agustín llegó de cinco años. A esa edad los niños ya son bien mañosos. —Antonia escupía cada palabra como verdad absoluta—. De él no tiene nada. Encima que es una calca de su madre.

—No diga eso. Lily es muy buena persona, igual que su mamá. No le haga caso a lo que dice Rosaura, ya sabe que ella no las quiere. Y la señora Olga le da trabajo a usted.

—¿Y qué? ¿Por eso debo besarle los pies? —Guardó silencio de repente, mientras daba un sorbo al café caliente—. Además, Rosaura no las querrá, pero es prima de Olga: la conoce. Y no es la única que habla mal. La tal Lily se cree mucho, por eso nadie la quiere. ¿O ya se te olvidó lo que le hizo a Agustín el día de su boda? Nomás volvió porque le salió un desgraciado el marido. Bien dicen que el karma no perdona.

Algo en el pecho de Ramón se encogió. Bajó la vista, sintiendo cómo cada respiración le oprimía los pulmones en exceso, y esforzándose en disimular el impacto de aquellas palabras para que su madre no lo notara.

No le agradaba cuando Antonia hablaba mal de la gente, pero lo que en verdad le amargó el paladar fue que lo hiciera de Lily, repitiendo las impresiones de otros como si fueran propias.

—Me voy a dormir otro rato —anunció, para salir de ahí.




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