Si lo permite la vida

12

Nada podía amargarle la noche a Ramón, con Lily era imposible pasarla mal. Ya había comprobado años antes lo agradable que era, durante las explicaciones de matemáticas que tan amablemente se ofreció a darle. Aunque en aquel entonces, él dedicaba más tiempo a sus indicaciones y a arrastrar el lápiz resolviendo problemas, que a conversar.

Recién comenzaba a descubrir lo fácil que el tiempo transcurría a su lado.

La mirada radiante de Lily había cruzado fugazmente con la suya en varias ocasiones. Solo era un instante en el que él le obsequiaba toda su atención, y sus bocas dejaban de hablar para esbozar una sonrisa compartida.

A continuación, ella desviaba la vista y cambiaba de tema, repitiendo el gesto una y otra vez mientras hablaban de cualquier cosa y comían el elote.

Más tarde, la acompañó de regreso a su hogar con la promesa de volverse a ver el lunes.

—¿Me puedes pasar la foto que nos tomamos? —le preguntó, mientras ella subía las escaleras de herrería que llevaban al segundo nivel de su casa.

Lily se giró a media escalera y sonrió, mirándolo.

—En un ratito lo hago. Pero ¿qué vas a hacer con ella?

—Pues... ¿No somos novios?

—¿Entonces la quieres enseñar en alguna parte? —indagó ella con un tono insinuante, como si aquello le pareciera sumamente divertido.

—¿Puedo?

Lily agitó la cabeza en afirmación y, sin que su sonrisa decayera ni un ápice, desapareció al cerrar la puerta, luego de subir los escalones que le faltaban.

Él se quedó viéndola desde abajo, a un lado de la moto y con el caso bajo el brazo, saboreando el beso que le había dejado en la mejilla al despedirse.

Poco antes de encender el motor, la imagen que había pedido le llegó en un mensaje. Montado en la moto y con el casco puesto, la contempló y deslizó los dedos sobre ella, como si pudiera delinear los bordes del rostro de Lily a través de la pantalla. La boca femenina era su rasgo favorito, destacaba sobre todo lo demás, aunque las largas pestañas le otorgaban a su mirada una profundidad difícil de ignorar.

A lo largo de los años, muchas mujeres habían captado su interés: un rostro atractivo, un cuerpo bien formado, una personalidad magnética, una forma de moverse... cualquier detalle bastaba para recrear la vista en ausencia de otro contacto. Con algunas cruzó palabra; de otras, ni siquiera supo el nombre. Sin embargo, Lily siempre encabezó la lista de aquellas capaces de alimentar los anhelos y deseos que lo acompañaban en las noches.

Casi lo había olvidado, hasta que la encontró de nuevo, en un lugar ajeno al taller de su padre, donde lo único que importaba era el trabajo.

Lily no solo era linda como otras. Era ella.

Sintiéndose triunfador sin haber competido, abrió Instagram y posteó la foto. Escribió «Este fue mi mejor año» y la etiquetó. Ni siquiera recordaba en qué momento comenzaron a seguirse en esa red social, pero comprobarlo le sembró cosquilleos en las manos.

Por suerte, nadie de su familia seguía su cuenta. Su mamá prefería Facebook, María Esther lo había bloqueado, a Max no le permitían tener redes sociales y Joel... a él ni siquiera le interesaban.

Después, arrancó y se fue, con una sonrisa que pensó poder conservar el resto de la noche, a lo mejor de la semana, hasta que llegara el lunes y Lily volviera a plantar otra.

No obstante, al llegar a casa, fue incapaz de aferrarse al recuerdo de las pasadas horas.

Joel estaba sentado a la mesa, ocupando un lugar que para Ramón estaba lejos de merecer. Inclinado hacia adelante, con los codos sobre la superficie, comía la cena que, seguramente, su mamá le había servido. Su expresión era ausente, como si nada le importara. No hablaba ni se había quitado la gorra, ocultándose en parte.

Ramón apostaba a que no era por vergüenza tras los días que los tuvo preocupados con su ausencia. Seguramente, se dijo, aunque la idea le carcomiera por dentro, lo hacía solo para evitar dar explicaciones. Como si alguien pudiera obligarlo, agregó amargamente. Su hermano ya le había demostrado, una y otra vez, que no formaba parte de esa familia más que para ir a dormir, comer... y tal vez hasta robarle unos pesos a su mamá.

No había podido probarlo, y esa fue la razón de su última y feroz pelea, pero estaba seguro de que lo hacía. Si no, ¿de dónde sacaba dinero para mantener su vicio? Joel solía ahogarse en alcohol, pero Ramón sospechaba que no era lo único que consumía. Claro que su hermano jamás lo admitiría.

Solo esperaba que, si robaba, al menos no lo hiciera a los vecinos. Lo último que necesitaba era tener que verlos a la cara, sabiendo que vivía con un delincuente.

Antonia le decía a Joel algo que no alcanzó a escuchar por completo. Él, por su parte, continuó llevándose cucharada tras cucharada a la boca, masticando y haciendo esos ruidos que hacía al ingerir alimento, insoportables para Ramón.

—Hasta que llegas, ¿dónde andabas? —exigió Antonia al verlo aparecer.

Ante el reclamo, cerró la puerta sin cuidado. A continuación, no pudo evitar clavar una mirada endurecida en Joel. No soportaba que, a pesar de todo lo que hacía, su madre siguiera hablándole con suavidad, como si no fuera el peor de sus hijos.




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