Para Ramón fue sencillo adaptarse al horario y a la exigencia laboral. Sí había mucho que debía conocer, pero le agradaba; era un panorama de posibilidades abierto ante él.
Con Ulises y el resto de los ingenieros tampoco era complicado convivir; mucho más fácil que con sus compañeros de la universidad, y un poco menos que con los trabajadores del taller de Agustín.
Ese punto medio le resultaba interesante.
Ulises era un reto como jefe. Solía emitir instrucciones y observaciones tan rápido que memorizarlas se complicaba y anotarlas era imposible.
Por otro lado, se notaba que el rediseño de la línea era un proyecto que lo entusiasmaba, parecía muy interesado en que a él le quedara claro todo lo referente a los cambios que se planeaban y su implementación. Así que, de la nada, repetía lo mismo una y otra vez, hasta que Ramón lograba completar lo que le estaba explicando, como si se tratara de un rompecabezas cuyas piezas debía reunir.
En sí, el hombre era un rompecabezas, más acostumbrado a hablar consigo mismo que con los demás. Sin embargo, los años de experiencia que llevaba a cuestas, una valiosa habilidad en su área y el respeto que se había ganado como jefe de departamento eran de admirar. De a poco, Ramón iba conociéndolo y aprendiendo de él.
Aunque su verdadera motivación se encontraba en el departamento de calidad.
Aquel viernes la había extrañado. Por la mañana recibió un mensaje de su parte diciéndole que estaría fuera casi todo el turno pues debía visitar a un cliente en otra ciudad para dar seguimiento a una queja. Se fue con alguien del personal de ventas antes de que él llegara a la fábrica, y por más próxima que estaba la hora de salida, aun no regresaba.
Moría de ganas de verla, de hablar con ella... de saber. No se atrevía a preguntar si había leído su mensaje, pero intentaba en cada gesto descifrar la respuesta.
Guardaba la esperanza de que, en cualquier momento, ella le dijera algo. Luego, se desanimaba, pensando que quizá sí lo había leído... y solo no quiso decir nada por la incomodidad que le causó el atrevimiento.
Era lo más seguro. Debió tener presente que Lily no quería una relación, que por eso le pidió fingir un noviazgo. Y si algo creía entender —no solo de las mujeres, sino de las personas en general—, era que la mayoría de las veces era mejor no insistir.
Además, ella misma le recordó que prefería que lo suyo quedara en la mentira, cuando le mostró ese libro sobre conocer a tu pareja y le pidió que armaran una historia ficticia.
Al menos, resultó divertido. Ya habían completado la primera parte de la lectura, y ambos sabían qué decir respecto a cómo había sido su primera cita y el inicio de su supuesta relación.
Mientras se respondían uno a otro las preguntas del libro, Ramón supo que, al igual que él, Lily había viajado muy poco. Por eso recordaba con cariño las pocas ocasiones, siendo una niña, que su papá las llevó a Chapala. Ahí comieron pescado en el malecón y pasearon en lancha. Entre sonrisas, le confesó que había sido de las mejores aventuras y que deseaba ir un día a Baja California Sur, y de ese extremo del país, llegar hasta el otro: Quintana Roo.
"Imagina, que bonito sería dedicar todo un mes a conocer el país de norte a sur".
Lo había dicho con la ilusión hecha estrellas que iluminaban sus ojos.
A Ramón le fascinaba verla así, perdida en sus anhelos.
Mantener la mentira no era difícil, bastaba con contemplarla para afirmar ante cualquiera que su corazón le pertenecía. Lo complicado estaba siendo no olvidar que nada era real.
A esa altura, él ya no sabía ni qué esperar de aquello... solo que le gustaba Lily, y deseaba que lo supiera.
Tras revisar unos ajustes en la corrugadora antes del cambio de turno, volvió a mirar el celular. No había mensajes nuevos. Desanimado, regresó al departamento de Mantenimiento e Innovación.
Ahí se encontró con Raúl, su compañero de turno. Intercambiaron algunas frases y se concentraron en los últimos pendientes del día.
Poco después, la puerta de la oficina de Ulises se abrió. Su jefe no salió solo: con él iba el ingeniero Arias. El hombre se le quedó viendo más tiempo del que Ramón consideró cómodo. Luego, ambos se alejaron, sin dejar de hablar de lo que fuera que estuvieran discutiendo.
—Oye, güey —le dijo a Raúl. Cuando tuvo su atención, expresó su inquietud—. ¿Cómo es el gerente?
Ramón ya había visto a Enrique Arias bajar un día de su vehículo, sabía que era el mismo que aquel sábado llevó a Lily, y sentía una hostilidad de su parte tan palpable, que solo le restaba comprobar la idea que se había gestado en su cabeza: él era el hombre interesado en Lily, el mismo que ella no quiso herir con un rechazo. Observando la manera en que la veía, creía no equivocarse.
—¿Cómo es de qué? —respondió el otro sin entender.
Él tampoco sabía muy bien cómo explicarse.
—De nada. Olvídalo.
—¿No se van? —Ulises entró entre resoplidos y, sin detenerse siquiera, fue de regreso a su oficina. Parecía nervioso, iba secándose el sudor detrás del cuello con el pañuelo que llevaba a todas partes en el bolsillo de la bata.