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Si algo aprendí de mi esposa en los años que llevamos juntos es a creer en Dios. Creer en él me dio otra perspectiva de la vida.
¿Realmente somos conscientes de que estamos de paso en este mundo? Al menos yo no lo estoy demasiado, no en el día a día. No cuando los problemas crecen y las dificultades se amontonan en mi cabeza viendo imposible salir de ahí por mis propios medios.
Agradecido estaba de tenerla a Lina, que aún con todas mis vueltas sabía bajarme a tierra y hacerme centrar en lo importante. Mirar a mis hijos y sentirme bendecido, darle las buenas noches a la mujer de mi vida y saberme dichoso de despertar al día siguiente a su lado una vez más.
Pequeñas cosas que hacen el día a día y que a veces lo doy por seguro o por merecido. Cuán equivocado estaba si me creía que esa seguridad la tendría siempre.
En situaciones como estas, donde la locura amenaza con romper mí estabilidad y hacerme ver que todo está mal, es cuando más agradecía tener a mi familia. La que sin duda sería el apoyo fundamental y necesario para seguir adelante. Tenía motivos de sobra para hacerlo.
Pero, por el contrario, notaba la tristeza en el rostro de mamá, sintiéndose pérdida ante la falta de quien fue su compañero por tantos años y al mismo tiempo presté atención a mi hermana pequeña; su mirada desencajada por verse ahora con su mundo patas para arriba, me hacía entender que verdaderamente la tenía mucho más fácil que ellas.
No entendía nada de lo que estaba pasando, no lo entendía pero no quería reprochar tampoco. Lo dejaría ahí, en algún rincón de mi corazón destrozado por la pérdida, pero entendiendo que todo en esta vida tiene un para qué.
Mientras el sacerdote siguió con sus palabras de consuelo ante los presentes, desvié la mirada hacia el vientre pronunciado de mi esposa. La vida era un misterio increíble. Unos nacen y llegan a iluminar nuestro mundo, mientras otros se van, nos dejan y mueren a esta vida terrenal, dejándonos en jaque ante algo que nadie esperaba. Todos sabemos que llegará pero nadie se quiere detener un solo segundo a pensar en eso, porque al menos a mí, pensar en la muerte me generaba una sensación de ansiedad desagradable.
Pasé saliva con dificultad, intentando tragarme toda la angustia que amenazaba con escapar al ser consciente de que estaba despidiendo a papá.
Tenía que ser fuerte. Por su memoria, por mis hijos que les tocaría lidiar con la falta de su abuelo, por mamá y mis tres hermanas, pero especialmente por ella...Pilar, mi hermana menor, la pequeña de la casa aún con sus 26 años, mi debilidad.
Apreté su delicada mano sostenida por la mía, intentando transmitirle el consuelo que ni yo mismo sentía. Enseguida Pilar buscó zafarse del agarre. La miré nervioso afirmando mi contacto para no soltarla. No podía soltarla. Ella era el principal motivo por el cual no podía caer y necesitaba más que nunca hacérselo saber con aquel contacto.
Algo me decía que a partir de ese momento, luego de despedir a nuestro padre en aquel funeral repleto de personas que le querían, sacar a flote a mi hermana iba a ser la misión más difícil de llevar en nombre de quien, junto a mamá, nos había dado la vida.