Si Me Dejas Amarte

Capítulo 1 - Isaías

- 10 años antes -

"𝐸𝑟𝑎 𝑡𝑢 𝒉𝑖𝑠𝑡𝑜𝑟𝑖𝑎
𝑆𝑒 𝑐𝑟𝑢𝑧ó 𝑐𝑜𝑛 𝑙𝑎 𝑚í𝑎
𝑇𝑎𝑛𝑡𝑎 𝑔𝑒𝑛𝑡𝑒, 𝑡𝑎𝑛𝑡𝑎 𝑔𝑒𝑛𝑡𝑒 𝑎𝒉í 𝑓𝑢𝑒𝑟𝑎
𝑌 𝑐𝑜𝑖𝑛𝑐𝑖𝑑𝑖𝑟 𝑎𝑞𝑢𝑒𝑙 𝑑í𝑎."

𝐶𝑜𝑖𝑛𝑐𝑖𝑑𝑖𝑟, 𝑀𝑎𝑐𝑎𝑐𝑜.


Llevaba varios días en los que nada me salía como lo planeaba. Las cosas en casa cada vez estaban peor. No había logrado matricularme en ninguna asignatura de la universidad y el trabajo se me estaba haciendo cuesta arriba debido a la falta de sueño de cada noche. Además de que últimamente había más por hacer.

Era trabajo al que nunca decía que no cuando mi vecino, el dueño para el campo que trabajaba, me ofrecía quedarme fuera de hora o incluso a veces entrar antes de tiempo. Ese tiempo extra significaba más dinero y debido a las condiciones en las que vivíamos en casa, no me podía dar el lujo de rechazarlo. A pesar del cansancio, a pesar de la necesidad por dormir alguna hora durante el día al menos. No podía permitir que faltara nada.

Llevaba dos horas cortando troncos de madera al rayo del sol. No quería exagerar pero estaba seguro de que fácilmente estaríamos por encima de los 30 grados, siendo apenas las 10 de la mañana.

Limpié el sudor acumulado en mi frente con el antebrazo y acto seguido, volví a golpear el tronco con el hacha, haciendo que este parta en dos al instante. No es como si fuera fanático de las cosas eléctricas, pero desde que la máquina de cortar leña se había roto, cada vez que tocaba esta tarea, me lamentaba al momento de hacerla, y varios días después también. 
Mis manos quedaban agrietadas, la piel lastimada y sensible por haber estado al sol durante tanto tiempo y los músculos de mi cuerpo, pese a estar bastante acostumbrados a este tipo de actividades, también quedaban sentidos de más.

Pero como siempre le repetía a mamá cuando me veía llegar a casa cada tarde al ponerse el sol, “no hay tiempo para quejas” y con todo el dolor de su mirada, sabía que su silencio era suficiente para entender que pensaba igual que yo. A pesar de querer hacer algo porque aquello no fuera de esa manera.

Ella no podía trabajar, no podía ni yo quería que lo hiciese. Mamá vivía para Juan. Mi hermano de doce años, mi único hermano que llegó a nuestras vidas con la misión de hacernos más felices a todos solo por el simple hecho de verlo sonreír. Juan nació con síndrome de down y aunque ese cromosoma extra, para mamá y para mí, no signifique absolutamente nada más que un cromosoma extra para amar, sabíamos que ante la mirada de los demás, no era así.

Mamá era la lucha personificada. Siempre en primera fila por Juan y por mí, siempre positiva y siempre optimista. Luchaba por nosotros…y luchaba por ella misma. 
Así que siempre que se me pasaba por la cabeza quejarme por algo, pensaba en mamá. Ella sí que se llevaba todo el mérito por lo que hacía. A pesar de que como decía, era hecho por amor y por voluntad propia. No es nada fácil criar y educar sola a un niño que necesita el doble de atención y cuidados que otros de su misma edad. 
A veces cuando los días no eran fáciles, bastaba con llegar a casa y verla sonreír.  

Yo trabajaba por y para ellos. Para mantener la casa, para pagar las cuentas de cada día y comer. 
Al menos podía dar gracias del trabajo que tenía, cercano, bien pago y con buenas personas como patrones, algo no menor para los tiempos de hoy en día, donde a nadie le importa más que su propio ombligo. 
Para los Fernández no era así, sus empleados éramos parte de su familia, y así nos lo hacían sentir desde el primer día. Y a pesar de ser bastante exigente, la cabeza de esa familia, el señor Luis, era la imagen idílica de un hombre que vive y hace todo para los suyos.

Ojalá pudiera decir lo mismo de la mía, esa imagen brillaba por su ausencia desde que tenía uso de razón. Porque mi padre era todo menos el ejemplo de un buen hombre.

De pronto los movimientos de mis brazos fueron más intensos y me di cuenta que junto a todos esos pensamientos, la velocidad que había tomado para cortar aquellos troncos, aumentaba estrepitosamente. 
Uno, dos, tres golpes sin detenerme entre cada uno. Levantaba el hacha de abajo hacia arriba tomando impulso y la dejaba caer contra el tronco haciendo que este siguiera dividiéndose en pequeños pedazos segundo a segundo.

No fui consciente de lo peligroso que podía ser eso para mí mismo, o incluso para alguien más si justo pasaba por allí. No fui consciente hasta que la reconocida voz ronca de mi jefe me llamó la atención.

-    No creo que sea necesario tanto ensañamiento con el pobre tronco, Isaías. – Me detuve en seco al oírle y volví a limpiar el sudor que corría por mi rostro.

-    Lo siento, me concentré demasiado, señor. Por un momento olvidé donde estaba.

-    Aja… - noté la duda en su tono- ¿todo bien en casa, hijo?

Solía decirme de aquella forma y sin saber por qué, me hacía sentir demasiado extraño. Era casi irreconocible para mí, ese tipo de trato por parte de una figura masculina adulta. No estaba acostumbrado y de seguro mi rostro me delataba cada vez que le oía dirigirse de aquella forma.

-    Todo igual, gracias señor. – Respondí cortante sin dar mucha más información. Sabía a qué hacía referencia pero a mí no me gustaba hablar de ello.

-    ¿Ha vuelto? – Insistió con las preguntas siendo esta vez más directo al cuestionarme.

Pasé saliva incómodo y nervioso por la dirección que estaba tomando la conversación. Me di cuenta entonces que mi manera de trabajar lo llevó a preocuparse por el tema. Y no se equivocaba, cada vez que algo me hacía recordarlo, la sangre me hervía logrando desencajarme de un momento a otro.

-    No, señor. No lo ha hecho. Suele hacerlo por varios días cuando se va. Ya van dos semanas pero…pero estamos mejor así. – Respondí seguro y siendo sincero con mis palabras.

-    Sé que sí, hijo. Lo sé. Te dejo tranquilo con lo tuyo. Cuando acabes con esto puedes irte. No creo que sea necesario hacer más por hoy, así que empieza tu fin de semana de descanso un poco antes. - Me guiñó un ojo con complicidad.




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