Capítulo 20.
Isaías.
"𝐴𝑐é𝑟𝑐𝑎𝑡𝑒, 𝑎𝑐é𝑟𝑐𝑎𝑡𝑒
𝑌𝑜 𝑠é 𝑞𝑢𝑒 𝑒𝑙 𝑏𝑟𝑖𝑙𝑙𝑜 𝑑𝑒 𝑡𝑢𝑠 𝑜𝑗𝑜𝑠 𝑛𝑜 𝑠𝑒 𝑓𝑢𝑒
𝑇𝑜𝑑𝑜 𝑙𝑜 𝑚𝑎𝑙𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝒉𝑎 𝑝𝑎𝑠𝑎𝑑𝑜 𝑒𝑛 𝑒𝑙 𝑝𝑎𝑠𝑎𝑑𝑜 𝑑𝑒𝑗𝑎𝑟é
𝑃𝑜𝑟 𝑒𝑠𝑜 𝑝𝑖𝑑𝑜 𝑝𝑜𝑟 𝑓𝑎𝑣𝑜𝑟, 𝑎𝑐é𝑟𝑐𝑎𝑡𝑒
𝑁𝑜 𝑠é 𝑝𝑜𝑟 𝑞𝑢é, 𝑛𝑜 𝑠é 𝑝𝑜𝑟 𝑞𝑢é
𝐹𝑢𝑖 𝑡𝑎𝑛 𝑖𝑑𝑖𝑜𝑡𝑎, 𝑡𝑎𝑛 𝑐𝑜𝑏𝑎𝑟𝑑𝑒 𝑦 𝑚𝑒 𝑎𝑙𝑒𝑗é
𝑃𝑒𝑟𝑑í 𝑡𝑢 𝑎𝑚𝑜𝑟 𝑒𝑛 𝑢𝑛 𝑠𝑒𝑔𝑢𝑛𝑑𝑜, 𝑦 𝑛𝑖 𝑢𝑛 𝑠𝑒𝑔𝑢𝑛𝑑𝑜 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑒𝑟é
𝑃𝑎𝑟𝑎 𝑑𝑒𝑐𝑖𝑟𝑡𝑒 𝑞𝑢𝑒 𝑡𝑒 𝑞𝑢𝑖𝑒𝑟𝑜, 𝑎𝑐é𝑟𝑐𝑎𝑡𝑒."
𝑇𝑖𝑛𝑖.
Los días comenzaron a pasar y poco a poco me fui adaptando a la nueva vida que el destino había elegido para mí.
Llevaba un mes en Pamplona ejerciendo el rol como encargado de controlar que el trabajo en el campo se cumpliera. No fue fácil. Demasiados empleados, acostumbrados a otro tipo de jefe, específicamente a Don Luis. Durante tantos años habían depositado en él su confianza y su fidelidad, y ahora, de la noche a la mañana, llegaba yo, siendo menor que muchos de los que allí trabajaban. Nada más y nada menos que para dar órdenes y controlar.
Nunca fui muy fanático de ejercer ese tipo de papel, lo mío era a mi rollo, o acatando órdenes directas. Así que podía decirse que también era un cambio desde mi experiencia.
Hasta el momento no me había encontrado con muchas dificultades. Las personas eran amigables y eso hacía mucho más ameno mi trabajo. De todos modos sentía que no debía estar ahí, que me quedaba demasiado grande el puesto y que Luis, claramente, había cometido un error al elegirme para esto.
Sí todavía no había decidido dejarlo del todo, era, en parte, por ese maldito impulso de hacer siempre lo que los demás esperaban de mí.
Durante toda mi vida viví con esa carga de ser el mejor en todo y para todos. Quizás un poco se debía a la falta grande que tuve de la figura masculina desde que tenía uso de razón. Haber vivido durante años con una persona que siempre se destacó por ser malo en todos los aspectos: esposo, padre, hijo, amigo… fue el impulso suficiente para no querer asemejarme a él en nada de eso.
Por eso mismo, hoy me sentía en la obligación de responderle a Luis por la confianza depositada en mí. Una confianza que ahora la sentía más íntima y personal. Y sus últimas líneas en aquella carta me avalaban: Pilar.
Es cierto que no podía ser su maldito niñero. Tenía 26 años y era una mujer lo suficientemente madura y responsable como para tomar decisiones. Pero también debía reconocer que la muerte de su padre le había dejado en pausa. Una pausa que cada día me preocupaba más…
Después de aquel casi beso bajo la nieve, Pilar decidió desaparecer de mi radar visual. Casi no la cruzaba, no le veía ni pasar por el interior de su casa, mucho menos adentrándose en el campo como siempre le gustaba tanto hacer.
Sabía que estaba allí. En varias oportunidades Gael y Lina la mencionaban al pasar. Al parecer los cuidados que debía llevar ahora por el susto con su embarazo semanas atrás, habían hecho que Pilar se acercara nuevamente a su cuñada.
Y aunque de igual manera, las llegadas a media madrugada pasada de alcohol seguían siendo moneda frecuente, al menos esa necesidad imperiosa por alejarlos a todos de ella había cesado un poco.
Cerré el portátil de un golpe. De nuevo distraído. De nuevo pensando en las mil y una maneras para intentar acercarme a ella. No era ningún tonto, sabía a la perfección el rencor que Pilar me guardaba desde hacía años. Cuando sin aviso previo la dejé con todas sus ilusiones puestas en mí sin explicación alguna. Pero tampoco podía detenerme en eso. Aquel acontecimiento lejano no podía evitar que le ayudara. Éramos dos personas grandes ahora y si ella no era capaz de ver el resto de cosas bonitas que su vida tenía, entonces yo intentaría hacérselas ver.
Me puse de pie aflojando el nudo de mi corbata y salí de la oficina que Gael había dispuesto para que le diera uso, ya que de momento seguía alojándome en el hotel. Al menos hasta que tomara una decisión más permanente sobre mi futuro.
De momento, los fines de semana regresaba a Barcelona. Visitar a mamá y a Juan y comprobar que todo seguía su rumbo me daba una tranquilidad extra para poder seguir adelante.
Decidí que sería buena idea dar un recorrido por el campo. Intentaba una vez al día pasarme y estar pendiente de cualquier inconveniente o necesidad de los peones. Algo que imitaba de Luis. Siempre atento y dispuesto.
Caminé durante varios minutos. Prefería caminar y tomar ese tiempo para despejar la cabeza y poner paño frío a tantos cuestionamientos que vivía haciéndome a diario.
El establo se hizo visible ante mis ojos finalmente y como por obra del destino, una vez más, reconocí a la rubia en el umbral de la entrada donde los caballos y yeguas descansaban. Se veía alterada. Algo que no me sorprendió. Cuanto más me acercaba a ella, más podía notar la preocupación en su rostro. Estaba inclinada sobre sus piernas mientras rebuscaba en un bolso abierto y dispuesto sobre el césped.
En ningún momento fue consciente de que me estaba acercando. Se la veía demasiado concentrada y atenta a aquello que no encontraba. Varios frascos e instrumentos volaban del bolso mientras seguía buscando sin parar.
Aceleré el paso con la sola intención de ayudarle. Corrí el corto tramo que me separaba de ella y al llegar a su ubicación me incliné sin previo aviso, comenzando a buscar a la par.
- ¿Qué buscamos?
Tan solo levantó la vista un segundo en mi dirección. No dudó y respondió a mi pregunta sin titubeos.
- Un frasco. De unos 100 ml. Transparente pero con la etiqueta en un celeste verdoso y los bordes en rojo. Es un antibiótico que utilizo para los caballos. Trueno está mal.
- Copiado. – Respondí sin dejar de buscar aquel frasco.
Aquel bolso no solo era enorme, sino que también estaba completamente desordenado. Todo estaba fuera de sus cajas. Había instrumentos al igual que medicación, cremas, gasas y más.
- ¡¡Joder…joder, joder!! – Golpeó varios objetos haciendo que otros salieran despedidos de aquel bolso. Realmente estaba alterada.