“Y ahora que estás aquí
Y ahora que estás aquí
Veo el amor convertido en ti.”
Carlos Rivera.
Los atardeceres siempre habían sido mis momentos favoritos del día, solíamos irnos campo adentro con papá cada vez que tenía una tarde libre, porque sabía lo mucho que disfrutaba de ver el sol ocultarse en el horizonte y llenarlo todo de colores durante el proceso.
Pero jamás había imaginado que podía amarlos aún más. Sin embargo, desde que vivía en esta casa, sentía que lo hacía. Los colores eran más brillantes, quizás por la ubicación y la grandeza de perspectiva que tenía desde allí, pero en varias oportunidades sentía que era parte de aquel fenómeno. Como si el atardecer me abrazara por completo y me metiera en la escena siendo la protagonista principal de semejante acontecimiento.
Volver a caminar sola por completo me había devuelto autonomía, algo que muchas veces subestimé y quizás por eso me había costado tanto tiempo acostumbrarme a la idea de que no podía sola. Para mi suerte, ahí estuvo Isaías siempre, hasta el cansancio, con su amor y su paciencia infinita, sin soltarme la mano.
Ojalá todos tuvieran un Isaías en sus vidas. Lo deseaba de corazón para aquellas personas que anhelan encontrar a su otra mitad. Yo la había encontrado y a pesar de mis innumerables esfuerzos por alejarlo, él jamás tomó el camino sencillo. Por el contrario, peleó hasta en mi contra, desde que volvió a pisar la ciudad hace más de un año atrás, cuando papá murió, se propuso hacer todo para traerme a la vida de nuevo.
Por más que dijera que no, yo estaba segura que algo dentro suyo lo hizo actuar para ello. Para salvarme. A pesar de que no se cansara de repetir que yo misma me había salvado, nadie me sacaría de la cabeza que quién hizo todo y más fue él.
Bajé la mirada hasta mi anillo y sonreí al ver lo perfectamente bien que quedaba en mi mano. Se había vuelto mi objeto favorito desde que me lo había regalado hace dos meses atrás.
Desde aquel día todo había ido a mejor. Tanto en nuestra relación, como en mi recuperación. Nuestra vida se basaba en estar juntos, compaginado con el trabajo de Isaias y las reuniones para cenar y pasar el rato con Gael y Lina más los niños.
También se nos había unido la mamá de Isaías y Juan. Llevaban desde mi internación viviendo en Pamplona y por fin después de unas semanas se volvió oficial, cuando Isaías les regaló una casa cerca de la nuestra. Por fin estábamos todos cerca y juntos. Y estaba segura que para Gloria y Juan, aquel cambio, aquel regreso a su ciudad natal, era un sueño hecho realidad.
La casa de Barcelona decidieron dejarla para ir de visita cada tanto. Al final ese había sido otro gran sueño y esa casa tenía un montón de recuerdos para ellos tres. A los que ahora también me sumaba, pues el último tiempo había viajado también a verles. Así que teníamos dónde quedarnos siempre que quisiéramos visitar la bella Barcelona.
Recordé entonces que había quedado con Lina para ayudarla con las maletas. Gael e Isaías estaban de viaje de negocios hacía 8 días, y aunque Gael regresaba por la mañana, Isaías aún tenía unos cuantos días fuera de la ciudad.
*
— ¿Tienes todo listo? — Pregunté observando la escena. Tres valijas abiertas de par en par en su habitación con montones de ropa a medio meter.
— Bueno, todo, todo…
— Se van mañana por la mañana, Lina.
— Lo sé, está todo bajo control, tú tranquila.
— No entiendo cómo le haces para no morir de un ataque de ansiedad.
— La vida es demasiado corta para hacerse problemas por tonterías, cuñada.
— Como digas… — Dije poco convencida de su filosofía de vida, pero mi comentario hizo que soltaramos la risa al mismo tiempo.
Vale, llevaba semanas intentando tomarme todo más tranquilo y disfrutar de las pequeñas cosas. Pero seamos realistas, no se puede estar muy en calma cuando vas a viajar al otro lado del mundo con cinco criaturas y aún no acabas el equipaje.
— Jo…estoy muy feliz por ustedes, pero les voy a echar muchísimo de menos.
— Ay no, Pilar, ¿estás llorando? — preguntó con incredulidad acercándose a mí.
— Pero qué floja ando, madre mía…
— Mi niña, nos amas tanto, pero solo serán veinte días. Estaremos aquí para las fiestas.
— Lo sé, solo ando demasiado sensible. La medicación para el dolor me tiene tontorrona, completamente caída del sueño y con las peores náuseas que he sentido jamás… — llevaba dos meses con esa droga para el dolor, que aunque ya caminaba sin problema, la ubicación de la bala había dejado una molestia crónica en la cadera, que en determinados momentos se volvía insoportable, así que recurría a mi hermosa píldora salvadora, como yo le decía.
— Espera, ¿qué has dicho? — Preguntó Lina frenando en seco todo lo que estaba haciendo.
— Pero qué cosa, tía, ¿tantos niños y nunca te han hablado de qué las medicinas muy fuertes provocan efectos secundarios en las personas?
— Serás tonta, lo tengo muy en claro, ¿pero a ti te han dicho que esa droga te podía provocar esos síntomas?
— Pues no, ¿pero es obvio, no? ¿Sino que otra cosa me haría sentir así?
En el momento exacto en que hice esa pregunta en voz alta, las fechas, los encuentros con Isaías, las advertencias del médico a las que poca bolilla di, se acumularon en mi memoria como piezas de un puzzle que comenzó a encastrar a la perfección a medida que recordaba detalles y situaciones vividas en las últimas semanas.
— ¿Estás embarazada?
— ¡¿Qué?! ¡NO! ¿ESTÁS LOCA? — Grité convencida de que era una locura lo que insinuaba.
Me puse a caminar de un lado a otro de la habitación de mi cuñada. Histérica. Genial, lo que me faltaba, Lina haciéndome cabeza antes de pirarse a Uruguay por veinte días. Que tía más loca.