Si Vis Pacem, Parabellum

II

JOHN

Había empezado a llover, lo que dificultaba mi huida y con ella, el propósito de seguir con vida.

Mi perro me seguía leal, mojado por la lluvia como yo, pero juntos.

Times Square estaba abarrotado de paraguas oscuros, cruel metáfora de la muerte, que me perseguía. Miré mi reloj, todavía me quedaba algo de tiempo. Minutos escasos que me separaban de la nada más absoluta.

He de reconocer que yo siempre había vivido mi vida al límite.

Convertirme en el mejor asesino a sueldo, en Baba Yaga, no era cosa de párvulos. Había tenido que hacer muchas cosas y había sobrevivido a otras tantas, no sin cicatrices. Pero esto de huir y escapar de la muerte, se estaba convirtiendo en un vicio del que quería escapar.

En un callejón, paré a descansar. En el reloj todavía quedaban minutos de vida para mí, y en mi bolsillo una moneda de oro.

Un sin techo, tapado por unos plásticos y cartones y que hablaba a voces incoherencias, me miró, consultó su reloj para medir mi vida.

Seguro que se trataba de uno de los esbirros de Bowery King.

-Tic tac, señor Wick. Tic tac –me dijo, dando golpecitos a su reloj-, tic tac, tic tac, tic tac… ¡No hay tiempo para entretenerse, señor Wick!

Pero yo ya me había ido. En la calle, pedí un taxi y monté en el.

-A la biblioteca pública de Nueva York.

-Entendido –me dijo el taxista.

Pero un atasco hacía inviable el movimiento. En mi reloj se iban acabando los minutos.

Saqué la moneda de oro y se la ofrecí al taxista.

-Cambio de planes, al Continental. ¿Puede asegurarse de entregarlo al conserje? –dije, refiriéndome a mi perro.

-Sí, señor Wick.

-Buen perro –le dije despidiéndome-, buen perro.

Salí del vehículo y empecé a correr por entre los coches, avanzando por el atasco demencial que se provocaba siempre que llovía

Salí del vehículo y empecé a correr por entre los coches, avanzando por el atasco demencial que se provocaba siempre que llovía. Veinte minutos, era eso lo que me quedaba y nada más.

La biblioteca estaba llena de gente estudiando en las mesas con lamparitas. Corrí por el pasillo central hasta llegar a la recepcionista.

-¿En qué puedo ayudarle?

-Leyendas rusas, Alexander Nikolàievich, cuentos populares rusos, mil ochocientos sesenta y cuatro.

-Segunda planta.

-Gracias.

Entré en los pasillos llenos de libros, buscando el que quería. Lo encontré cerca y rápido, toda una hazaña. Lo abrí y separé la hoja falsa que engañaba a los inocentes de un escondrijo secreto. Allí, una foto de Helen y mía, y objetos de emergencia; varias monedas de oro, un rosario y un pagaré.

Allí, una foto de Helen y mía, y objetos de emergencia; varias monedas de oro, un rosario y un pagaré

Deposité la foto de vuelta a su sitio, pero no antes de darle un beso. Helen había sido mi vida, mi escape. Y ahora no tenía nada, más que recuerdos.

-Recordad de donde surgisteis –escuché de pronto-, no fuisteis formados para vivir como bestias, si no para seguir la virtud y el conocimiento. Dante –me giré y vi a un hombre de más de dos metros-. Te veo agotado, John.

-Ernest. Aún me queda tiempo.

-Se te acaba. ¿Quién va a enterarse? 
Aunque el mundo de los asesinos estaba lleno de reglas, había quien se las pasaba por el forro.

-¿Seguro que es lo que quieres hacer?

-Catorce millones es mucho dinero.

-No, si no puedes gastarlos.

Peleamos entre las estanterías, o más bien tendría que decir que me defendí, pues Ernest me sacaba más de dos cabezas y tenía un cuchillo, el cual me clavó en el hombro derecho. Mientras, yo, con lo único que me podía defender era con el libro del que había recuperado ciertas pertenencias.

Conseguí quitarle el cuchillo pero me tiró al suelo y me levanté dándole entre las piernas con el tomo voluminoso. Golpeó mi cabeza contras las estanterías y me volvió a tirar al suelo.

Ernest era un tipo duro. Cualquier avance que creía tener con él, era rechazado o encajado con facilidad.

Su ventaja era la altura, por lo que lo postré de rodillas y, tras hacerlo comer el libro que llevaba en las manos, le quebré el cuello contra él mientras se apoyaba en una mesa.

Regresé el libro a su lugar en el estante y suspiré cansado mientras me palpaba la herida reciente en el hombro, que sangraba profusamente. 
Salí de la biblioteca corriendo todo lo que mi cuerpo me permitía, pues ahora, además del disparo en el vientre, tenía el hombro jodido.

Salí de la biblioteca corriendo todo lo que mi cuerpo me permitía, pues ahora, además del disparo en el vientre, tenía el hombro jodido

En una pequeña calle, y a cinco minutos de distancia de la muerte, aporreé una puerta.




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