Si Vis Pacem, Parabellum

XI

NADYA

-Lo sientes –dije con una sonrisa en la boca-, más lo siento yo.

Bajé del automóvil, cansada y apaleada. Alguno de los secuaces me había golpeado el vientre y ahora me lo notaba dolorido. Puse una mano en él intentando mitigar el dolor.

-¿Estás bien?

-Sí.

Cuando llegué al despacho me levanté la camisa para ver el estropicio. Solo vi un moratón que no tenía tan mala pinta.

John se paró a mi lado y observó mi golpe.

-Siento que te hayas visto envuelta en mis problemas otra vez.

-John, para de disculparte.

Empezaba a sonar como un disco rayado. No me servía de nada que se disculpara si, cuando menos lo esperaba, volvía a pedirme algo de nuevo.

-¡Mamá! –dijo Aisha, saltando sobre mí-.

-Hola cariño –dije abrazándola, intentando que no se notara mi mueca de dolor-.

John nos observaba de cerca pero callado, dándonos algo de intimidad. Pero yo sabía que estaba buscando en la cara de mi hija algún rastro de su paternidad. Por suerte, Aisha era clavada a mí. Aunque eso sí, con los ojos castaños.

-Mami, ¿quién es este señor?

-Es un amigo –le dije besándola en la nariz-.

-¿Y cómo se llama?

-Es John Wick.

Aisha bajó de mi regazo y acercándose a él, mostró su mano y dijo:

-Hola señor Wick, yo soy Aisha.

-Hola Aisha, encantado de conocerte. 
Mi pequeña sonrió, y se hicieron visibles sus hoyuelos.

-Aisha, cariño. Deberías ir a la cama. 
-Sí, mamá –me dijo-.

Me dio un gran beso en la mejilla y se marchó hasta su cuarto.

-Nadya, ¿hay algo que me debas explicar?

Me incorporé del sillón, aguantando las ganas de mandar a John a freír morcillas. Aquello se estaba volviendo de un cariz peligroso.

-Yo no te debo explicaciones, John.

-Nadya, la niña…

-La niña –dije interrumpiéndole-, como tú la llamas, es mi hija. John, tú has tenido tu vida y yo la mía. No te debo explicación alguna.

-La niña tiene siete años –apuntó-. 
-Lo sé.

Se produjo un incómodo silencio que reverberó en el despacho.

Una vez que me recompuse, me levanté y le dije a John:

-Monta en el coche, nos vamos al desierto.

Vi en su mirada una pregunta si formular. Pero no había respuestas que yo quisiera darle, por el momento.

Juntos, atravesamos las dunas durante horas y en silencio. La tensión se podía cortar con un cuchillo de plástico.

Cuando llegamos a la roca Al-Shadid, el punto que marcaba el inicio del desierto, paré el coche y me bajé de él. En el maletero encontré un  par de botellas de agua. Con una de ellas di de beber a  mis perros.

-Vas a morir John. Ya sea aquí, en este desierto o en alguna otra parte. Pero vas a morir.

-Gracias por tu ayuda.

-A ti por traerme la desdicha desde siempre –y le di una de las botellas de agua-.

-Algún día tendremos que hablar de tu hija.

-Algún día, claro. Mejor vete ya. 
Agarró la botella de mis manos, achinando los ojos.

-Nadya –dijo despidiéndose-.

Me giré para verlo fundido contra las dunas en su caminar, y cuando creía que ya no me oiría, rompí a llorar.

 




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