Siempre

Capítulo 6: La trampa de la ventana

¿Quién se había creído ese maldito duende para retarlo? A él, a Amaury de Montfort, decirle que no tenía los huevos para hacerla suya.

Esa Alix no entendía, la cosa no era tan simple. No quería tratarla como una más en su vida. Para empezar, Alix aún mantenía su virtud, y eso era algo que atraía a muchos desgraciados.

Las cosas habían pasado muy rápido. Un día llega a Alix a París ofreciendo su ayuda para acercarlos a Oriza, luego empieza a crecer, nada fuera de lo normal. Un poco más alta, un poco más de busto y esas cosas, nada que pudiera llamar la atención. Y la verdad no se dio cuenta como, pero de pronto Alix ya era una dama de sociedad, una dama joven y bella, refinada y seductora. Oriza la había cogido de aprendiz, y él hasta se atrevía a afirmar que cuando tuviera la edad con la que Oriza llegó a París, la habría superado.

Ella, su pequeña, su maldito duende. La que siempre lo molestaba y con quien contaba para las bromas con Guillaume, de pronto era toda una mujer. Y una mujer que lucía exquisita, por cierto. Él que siempre andaba tan distraído, de aventura en aventura, metiéndose en peleas de taberna con Guillaume y pasándola en grande, de pronto llega el día en que se da cuenta lo cambiada que estaba Alix, y ya no supo qué sentir.

Porque si sentía, aunque la mayoría de las veces pareciera una perra insensible, como le dijo Guillaume alguna vez. Desde que se conocieron sintió una especie de afinidad con ella, siempre se habían llevado bien, ella era la única mujer amiga que tenía. De hecho, antes de conocerla no imaginó que era posible ser amigo de una mujer, así sea pequeña e insoportable. Y además, era Alix la única a quien recordaba haberle pedido perdón con sinceridad.

Alix siempre significó algo importante para él. No hablaban mucho de lo que sentían, pero ambos lo sabían, se conocían bien. Amaury sabía que Alix era fuerte, o que pretendía serlo todo el tiempo. Que no lloraba porque no quería ser débil. Eso le gustaba, que no se detuviera con nada ni con nadie, ni siquiera con Oriza. En eso se parecían, ella no tenía temor de hacerle maldades a Oriza, así como él lo hacía con su padre. Aunque lo suyo, más que travesuras, eran desvergüenzas.

¿Entonces cómo, por el amor de Dios, podía dejar que algún miserable tocara a su diablilla? Ah no, señor, él no iba a permitir que se quisieran aprovechar de ella. A veces escuchaba charlas de taberna de nobles más jóvenes y de rango menor a él, y en esas conversaciones hablaban de Alix y de las ganas que le tenían. ¿Cómo mierda iba a dejar que esos tipejos siquiera se atrevieran a nombrarla y tener fantasías con ella? Los agarra a golpes, por supuesto. Que así no se hablaba de una dama, y menos de Alix de Labarthe. Que si volvía a escuchar alguna de esas cosas, o se enteraban de que siquiera se acercaban a ella, la iban a pagar.

En las fiestas sucedían cosas parecidas, había caballeros insistentes. Por suerte a Alix le desagradaba la mayoría, por lo que él estaba muy encantado de apartarlos y de acompañarla. De tener el placer de que lo vean con ella, dejando claro que, mientras él viviera, nadie la iba a tocar. Y ese era el asunto, a Alix no le desagradaban todos los caballeros de la corte.

El engreído heredero de Anjou, por ejemplo. Cómo lo odiaba. Los condes de Anjou eran los más ricos, incluso más que el rey. Y claro, todos en la corte parecían lamer el suelo donde andaban. El heredero tenía su edad, y para su fortuna, más de una dama se mostraba dispuesta a lo que él quisiera. Menos Alix, por supuesto, su querido duende no estaba para engreídos.

O al menos eso le pareció al principio, hasta que se dio cuenta de que la muy desgraciada estaba jugando con el de Anjou, que coqueteaba con él, que lo provocaba. Y para cuando todos se dieron cuenta, Alix tenía babeando al de Anjou detrás de ella. Hasta ahí podía aguantarse las ganas de matar al desgraciado, podía ser un juego de Alix, después de todo, si la chica era una aprendiz de Oriza jamás iba a dejar que ese imbécil la tocara.

Ah no, pero entonces Alix le salió con "eso". Unas palabras le bastaron. "Sería un matrimonio provechoso", dijo ella muy tranquila. Casi se volvió loco. Su Alix casada con el engreído Anjou, eso solo tenía que ser una broma para molestarlo, no se le ocurría otra cosa. Pero no, a Alix de alguna forma le gustaba el imbécil y eso no lo toleraba. Lo mejor de todo era que Guillaume lo apoyaba, decía que el de Anjou era un vizconde Trencavel pero en París, que si Alix se casaba con ese tipo iba a dejar de hablarle por el resto de sus días. Y ella solo reía, llamándolos exagerados, diciendo que el de Anjou era un buen caballero, respetuoso y honorable. "Como ustedes deberían ser".

—Ya te voy a enseñar yo como un caballero debe ser —dijo mientras bajaba de su caballo. Podía ver la prenda que Alix prometió dejar en la ventana para saber por dónde entrar.

No quiso parecer cobarde cuando Alix lo retó esa mañana, ¿por qué ella no lo entendió? No quería tratarla como a todas. Ni tampoco iba a decir esa estupidez de que quería que "fuera especial". Él no era un romántico ni nada de eso, no podía. Pero si Alix quería que adelantara las cosas, pues bien. Así iba a ser.

Decidido, empezó a subir despacio por la pared. No era la primera vez que se metía a la casa de los Montmorency de esa forma, conocía bien los muros y sabía que solo había que tener algo de cuidado.

Cuando al fin llegó a la ventana se apresuró en entrar. La habitación no estaba muy bien iluminada, apenas unas cuantas velas que no ayudaban mucho. "Un ambiente propicio", se dijo con una sonrisa. Escuchó un ruido en la estancia de al lado, Alix debía de estar esperándolo.




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