En el viejo edificio de oficinas de la esquina, un niño mira fijamente el escaparate de la librería del barrio.
Una lágrima solitaria resbala por su mejilla y rápidamente levanta su mano para secarla mirando con vergüenza a un lado y a otro para asegurarse que nadie lo haya visto.
Vuelve de nuevo a fijar la vista en la papelería de su familia que había pertenecido a su abuelo hasta su enfermedad, y que ahora llevaba su madre, y las imágenes de aquella noche invaden su mente.
—Cariño tengo que decirte una cosa. Esta tarde el abuelo....—dijo su madre con los ojos hinchados y enrojecidos.
Un frio invadió el cuerpo del niño al entender lo que su madre no podía acabar de decir.
—Por tu culpa no he podido despedirme de él. ¿Por qué mama?—le recriminó gritando fuera de sí.
—Ya sabes que los hospitales no son para niños y... —la impotencia y el dolor que sintió en aquellos instantes comienza de nuevo a sobrepasarlo tras el recuerdo y con rabia golpea el cristal.
Un fuerte golpe de viento estampa varios papeles contra el escaparate: una hoja de un periódico deportivo, la que hace una bola y tira de malas maneras hacia atrás, y un trozo de papel a la altura de sus ojos con algo escrito.
Las palabras inundan su corazón como si la voz de su abuelo las estuviera recitando en su interior.
Besos, abrazos, confidencias, historias varias se pasean por su cabeza como fotogramas a cámara lenta de su película junto a él.
El peso que lleva en su pecho se libera lentamente al tener el absoluto convencimiento que su abuelo, Alfredo, se fue sabiendo lo mucho que lo amaba.
Sintiendo se mucho mejor Javi gira sobre sus pies encaminándose aún pensativo hacia su casa. Debe hablar con su madre y decirle que ya no está enfadado con ella y que la quiere muchísimo. A pesar de no ver justo lo que hizo, no quiere estar ni un segundo más sintiendo esa ira hacia ella. Y ahora más que siente que su abuelo estará con él para siempre.