Una bola de fuego caía del cielo lentamente. El tiempo que quedaba era cada vez menos. Solo había un caballo, llamado “Ángel”, de color blanco. Joanne y Thomas estaban parados sin saber qué hacer. Todos estaban corriendo desesperados, agarrando lo que podían. Se escuchaban gritos, insultos, rezos y llantos. Todo era un caos.
En un acto de solidaridad, Thomas la agarró a Joanne y la subió al caballo. Agarró la mochila de la joven y se la dio. Joanne lo miró e intentó bajarse de la silla, pero él la frenó.
- Andate ya. Si no salís ahora, no vas a sobrevivir – le dijo Thomas.
- ¡Estás loco! No te voy a dejar acá. Subite – ordenó ella, pero Thomas se negó. Él no pensaba soltarla, no hasta que esté seguro de que se vaya.
- Por favor, continua con tu vida. Eso me va a hacer feliz. Cumplidme ese último deseo – Thomas le suplicaba, pero Joanne se negaba a escuchar.
- No puedo. Llevaría la culpa de tu muerte el resto de mi vida. ¡Podemos irnos e iniciar nuestras vidas en otro pueblo! – Joanne trataba de convencerlo, pero él ya había tomado la decisión de quedarse en la cantina que fue su casa de toda la vida.
- Lo siento, Joanne. Yo solo ralentizaría a Ángel. ¡Tienes que irte ya! – lágrimas empezaban a caer de los ojos de Joanne. Ella no quería irse sin él, pero sabía que cuando su amigo tomaba una decisión, no había forma de convencerlo de lo contrario.
- Nunca me perdonare esto. Te quiero Tom. Ojalá nos volvamos a encontrar – Joanne le dio un beso en la mejilla a Thomas y le pegó con la fusta a Ángel que salió disparado. Joanne miro hacia delante, sollozando e insultando al cielo.
Thomas miro al cielo. El meteorito estaba cada vez más cerca y el tiempo volaba. Entró al bar, lo único que le quedó de su familia, y se sentó en la barra. Agarro un vaso y se sirvió cerveza hasta el tope. Le empezó a dar sorbos chicos para disfrutar el aroma y la espuma de la cerveza. Tarde o temprano iba a morir. Todos mueren en algún momento. No había forma de evitarla y menos ahora. Mientras Joanne viva y sea feliz, él iba a poder tener una muerte tranquila.
Javo se despertó sobresaltado. Miro su celular y todavía le quedaban un par de horas más antes de levantarse para ir a la facultad. “Tengo que hablar seriamente con la maestra”, fue lo primero que dijo Javo después de tener ese sueño. Trató de dormirse, pero ya se había despabilado y no había forma de que se volviera a dormir. “La puta madre” gritó y se levantó de la cama.
A la tarde del día después del viaje infructuoso a la costa, Javo se dirigió al barrio porteño de Monserrat para pegarle una visita a Saraia en la antigua casona en la que vivía, ubicada en Piedras entre Avenida Belgrano y Venezuela. La casona era de color beige y tenía las ventanas cerradas. Javo tocó el timbre y no le respondieron al principio. Toco timbre una segunda vez y esta vez recibió respuesta.
- ¿Quién es? – preguntó la maestra de Javo con tono amable y de cortesía.
- Soy yo, Javier – le respondió al instante con tono frío.
- ¿Qué ocurre, Javier? Estoy muy ocupada en estos momentos – Saraia sonó cortante. Definitivamente, no tenía ganas de hablar con quién alguna vez fue su alumno.
- Tengo que decirte algo. Solo te voy a robar 5 minutos – le prometió él que al otro lado de la línea escuchó un suspiro.
- Está bien. Ahí te abro – dijo la Hechicera Austral y cortó.
Instantes después, apareció la vieja que le dio un beso en la mejilla. Un beso sin ganas, solo para ser educada. Recorrieron el largo pasillo que conduce a la cocina. El pasillo parecía una jungla, lleno de unas flores raras de color amarillo que necesitaban de la luna y las estrellas para crecer, en lugar de Sol y del agua. A esas flores mágicas las llamaban “Estrelladas”. Por la noche, esas flores brillaban e iluminaban el pasillo que daba a la casa.
Saraia entró a la cocina seguido de Javo y le ofreció un café que Javo aceptó con gusto. En la pequeña mesa blanca que había en la cocina, había una taza de té vacía y un plato, también vacío, con migas. La hechicera le preparó una lágrima con una máquina de café de una marca reconocida. Javo se sentó en la mesa y agarró la taza de lágrima que le alcanzó su maestra.
- Gracias – la lágrima estaba en el punto justo como le gustaba a Javo: ni hirviendo ni tibia.
- Y bien ¿Cuál es el motivo tan urgente de tu visita? – Javo le dio un buen sorbo a la lágrima antes de responderle.
- Bien… ¿viste los sueños que tiene esa chica llamada Melody? – Saraia estaba indagando qué quería decirle su alumno.
- Sí. ¿Qué ocurre con eso? – Javo le volvió a dar un sorbo a su lágrima mientras se relamía los labios.
- Tuve un sueño parecido ayer. Es más, era el mismo sueño que tiene Melody, pero desde mi perspectiva – ella estaba confundida, sin saber adónde quería llegar el.
- Soñé con que yo le daba un caballo blanco, mi caballo, a Melody para que se escapara. Después, me encierro en un bar que me dejaron mis padres y espero a la caída del meteorito – la Hechicera Austral se tomó unos segundos para ordenar la secuencia de eventos.
- ¿Cómo era el sueño de la joven? – tantos años, tantas experiencias y varios conocimientos hacían que ella se olvide de algunas situaciones.
- Ella escapa en su caballo de un meteorito que va a caer en su pueblo – le recuerda Javo y Saraia pone expresión de como si le hubiera venido una excelente idea a la mente.
- Ahora me acuerdo. No entiendo igual que pretendes con eso – Javo se levantó y dejó la lágrima que tanto disfruto.
- Que no puede ser que sean solo sueños. Deben tener algún significado – afirmó Javo y la Hechicera Austral tiro la cabeza para atrás y suspiró.
- Es solo un sueño. Quedate tranquilo – la voz de Saraia transmitía firmeza y seguridad en lo que decía.
- Me niego a creerlo. No puede ser. Este sueño lo había tenido antes. Es muy raro que se repita un sueño con tanta frecuencia – Javo alzó el tono, pero sin intención de desacreditar o descalificar a su maestra.