Capítulo 01| Nostalgia extenuante.
Dallas, Texas
Subí los escalones —que conducían al segundo piso— de dos en dos, los latidos de mi corazón se intensificaron y mis palmas empezaron a destilar una fina capa de sudor. Siempre me sentía de la misma forma al saberla esperando pacientemente por mi visita y sonreí al recordar, que a pesar de todo, ella seguía eclipsando mi mundo con apabullante felicidad.
Ella era como las estrellas que componían mi cielo, como el sol que abrigaba mi alma, como el viento que me empujaba a seguir luchando por ser un buen ciudadano, hijo, amigo; todo.
Adoraba pasar mis ratos libres a su lado, escucharla reír era como el oxígeno que mis pulmones necesitaban para seguir respirando, aprovechaba cada segundo para capturar cada momento que compartíamos.
Ella era lo más importante para mí y no sabía en qué se convertiría mi vida si alguna vez me faltase su aroma, si algún día no envolviera mis brazos alrededor de su pequeña cintura. O peor aún, si no pudiese apreciar su sonrisa. Esa sonrisa pura, genuina, afable… que solo ella poseía.
Inspiré con profundo pesar y pude sentir como mi alma sangró con ese tempestuoso pensamiento. No me gustaba ser pesimista, pero los doctores nos habían asegurado que no había nada que se pudiese hacer por ella, que su vida en esta tierra se acortaba a velocidad exorbitante.
¡Inútiles! ¿Qué su trabajo no era salvar vidas? ¿Hacer hasta lo imposible por cada paciente?
Entonces, ¿por qué no podían salvar a mi mejor amiga? No los entendía, eran una bola de idiotas insensibles.
Lo único que su dermatólogo nos había aconsejado era que guardara reposo y que no saliera de su casa en días soleados. ¿Por qué? Por el simple hecho de que su piel era demasiado delicada para resistir el calor del sol por mucho tiempo y aunado a eso, sus pulmones se estaban deteriorando poco a poco.
«Sus pulmones no están funcionando correctamente» Había afirmado el doctor la semana pasada.
«Cuánto no daría por obsequiarle mi salud», pensé mientras un nudo se formó sutilmente en mi garganta.
Suspiré melancólico.
Si tan solo hubiese sabido lo que sucedería, me habría arrancado la piel para regalársela, así, sin problema alguno.
Llegué al segundo piso y disminuí la velocidad de mis pasos. Sumergí mis manos en los bolsillos de mi pantalón de mezclilla y atisbé a su madre apoyada en el balcón, viendo hacia la nada. Ella giró en redondo al escuchar mis pisadas.
—Buenas tardes, señora Gómez —articulé con educación y agité mi mano a modo de saludo. La progenitora de la causante de mi estadía en ese lugar me devolvió el gesto con una tenue sonrisa. Su preocupación y tristeza podían observarse danzando malévolamente en el aire.
Desde que el doctor Castillo —el doctor que atendía a mi mejor amiga— le dio la noticia de que su hija poseía una extraña enfermedad que no conocían, y que obviamente, no sabían cómo curar; se había vuelto taciturna, sombría y desconfiada. Ella solía ser una persona juguetona, risueña y sobretodo, alegre. Pero desde ese acontecimiento, todo había cambiado.
Me sentí tan impotente al ver la expresión adherida a su rostro. Quería gritar hasta que mi garganta se despedazara del dolor, quería retornar al pasado y congelar el tiempo para no presenciar estos últimos ocho meses.
La mujer regresó su vista al frente, sin más. Dirigí mis pies hasta la puerta que resguardaba a mi única amiga. Su habitación se había convertido en una torre, custodiada por el silencio y el dolor.
En realidad, no vivía en una torre. Sin embrago, había permanecido tras esas cuatro paredes desde hace más de ocho meses. Esos ocho meses que le habían asaltado la oportunidad de vivir una vida plena.
¿Por qué la vida tenía que ser una mierda en ese entonces?
Le di un puntapié a una piedra inexistente y me limité a empujar la puerta —que la alejaba del mundo— con cautela, e ingresé a pasos lentos. Me detuve a un lado de su cama y sonreí al verla.
Dulce estaba sobre su costado con su mirada anclada al paisaje tras su ventana. El brillo que destilaban las estrellas acariciaba sus pómulos, el resplandor que emanaba de la luna se reflejaba en sus gemas matizadas con el azul del cielo y el verde del pasto.
Una ráfaga de viento movió uno de sus rebeldes mechones color chocolate, me senté en el borde de su cama y la evalué con intensidad. No portaba ni una gota de maquillaje en su rostro, su cabello yacía despeinado sobre la almohada y su vestimenta era un vestido que resaltaba el color de sus singulares pozos. Esa noche Dulce estaba vehementemente preciosa, no exagero.
Dejé escapar un suspiro silencioso, mi corazón se hinchó de regocijo porque sólo yo pude escrutar su belleza a profundidad.
¡Dios, la amaba tanto! Y lo sigo haciendo, desde que estábamos en sexto grado si no recuerdo mal; hace doce cortos años. ¿Pueden creerlo?