Siempre tuya

Carta 14

10 de octubre, 1990

 

Querido Diario:

En la mañana tuve este “maravilloso” sueño en el que me había convertido en una mundialmente reconocida domadora de elefantes africanos y los montaba por la ciudad como si fueran la última moda en carros.

(Bendito sea el día en que tenga un sueño medianamente normal)

Así que me encontraba recorriendo Hedala en mi elefante, vestida con este colorido traje de lentejuelas azul y de alguna forma terminé en un lugar la mar de psicodélico, en donde un chico de cabello oscuro se me acercó y me dijo: Christine ¿Quieres bailar conmigo?

¡Y yo acepté!

En eso estábamos cuando por el rabillo del ojo vi a esta mujer alta, en la esquina, con una sonrisa tan grande en su cara que solo podía describirla como algo súper creepy.

Fue entonces cuando me di cuenta de que todos tenían esa misma sonrisa gigante y malévola. Incluso el chico guapo.

¡Me ha dado un miedo terrible, de esos que haces que mojes los pantalones!

Intenté alejarme de él, pero elegí justo ese momento para darme cuenta de que nuestras manos se habían fundido juntas. Así como, realmente fundido.

Bueno, allí estaba yo, rodeado de un montón de gente rara hasta decir basta, cuando me he dado cuenta de que la música de fondo era “Black Velvet”, la misma que había sonado en la radio las dos mañanas anteriores y, por lo tanto, todo lo que estaba viviendo tenía que ser un sueño. Desperté.

Desde la sala llegaba un olor a frituras que me habría echo rugir el estómago si no me sintiera como si estuviera a punto de vomitar. Alannah Myles continuaba cantando la cancioncita esa suya, “Ámame Tiernamente” las deja llorando en el pasillo/ La manera en la que él se movía era un pecado tan dulce y verdadero/Siempre queriendo más, él te dejaría deseándolo. No es que me disgusten ni ella ni sus canciones; pero soy una chica más de Janis Joplin, y sólo de Janis Joplin.

Volviendo al tema: odio todos y cada uno de mis sueños. Y eso es porque nunca puedo estar del todo segura de qué es lo que tratan de decirme. Siempre se me ha hecho fácil identificar lo que quieren comunicar mis visiones premonitorias cuando no tienen nada que ver conmigo misma, pero cuando se refiere a algo de mi vida, de alguna forma son sólo demasiado complejas como para que pueda comprenderlas. Y eso me enfada muchísimo.

Si fuera un perro, esta mañana habría estado echando espuma por la boca y ladrando como un descosido a los transeúntes que veía desde mi ventana.

Finalmente superado mi descomunal enfado, me levanté de la cama y me dirigí hacia la puerta de la habitación con el objetivo de bajar las escaleras que llevan a la sala, pero antes de que pudiera cruzar el umbral un pensamiento hizo eco en mi cabeza, justo como una bala perdida cayendo del cielo.

“No hables, no cuentes. Escucha, calla”

Los pelitos de mis brazos se levantaron y sentí una brisa fresca acariciándome la espalda. Volteé lentamente y observé mi cuarto: Las paredes grises, el armario blanco, la peinadora azul grisáceo, el suelo de cerámica, y él único toque de color, mi escritorio de madera pintado en amarillo mostaza que se encontraba encajado en la esquina derecha del cuarto, sobre el cual descansaban varios cuadernos de bocetos.

Me dirigí hacia él y me senté, aun conteniendo la respiración. Tomé el cuaderno rojo marcado como “Letras de Canciones de Joplin” y lo abrí.

Tal vez ya habrás descubierto que adentro, de hecho, no había ninguna canción anotada. En cambio, las páginas se encontraban decoradas con garabatos y dibujos.

Ese cuaderno es, más o menos, él único secreto que tengo en mi vida.

Cada dibujo corresponde a un sueño extraño después del cuál el mismo mensaje ha aparecido en mi cabeza. “No hables, no cuentes. Escucha, calla”.

Y no debería estar sucediendo. Heredé la precognición de mi madre y ella jamás ha vivido nada remotamente parecido (sólo visiones, nada de sueños premonitorios ni escritura automática) porque si así fuera me habría explicado qué hacer con ello. Y por supuesto, ella, como yo, no tiene esta terrible dificultad para descifrar su propio futuro.

Cabe la posibilidad de que mi Don no sea como el de ella, y de que lo que me está pasando signifique que heredé otro tipo diferente de Don. Pero cada vez que estoy a punto de preguntar al respecto recuerdo la advertencia: “No hables, no cuentes. Escucha, calla”.

Una vez que conseguí un lápiz, cerré los ojos, coloqué mi mano sobre la página y dejé que mi mente vagara lejos mientras mi mano dibujaba sin que yo la controlara en lo más mínimo.



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En el texto hay: amor, amistad, brujo

Editado: 03.09.2018

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