La noche era fría y densa, y el aire cargado de una inquietante energía. El Alfa Edward galopaba a toda velocidad, con su manada siguiendo de cerca. Cada paso de su caballo resonaba como un tambor en su pecho, marcando el tiempo que se agotaba. Las tierras malditas se extendían frente a él como un manto oscuro, un lugar que parecía devorar la luz misma.
—Siena, por favor, resiste—murmuró, su voz apenas audible por encima del rugido del viento.
Sabía que no podía permitirse llegar tarde. La Luna de Sangre, un evento que ocurría cada cien años, ya comenzaba a ascender en el cielo. Según las leyendas, durante esta noche, los hechizos y los lazos de sangre eran más fuertes que nunca. Si ese hombre de las sombras lograba completar el ritual, Siena quedaría unida a él para siempre, sellando su destino y la de todos los reinos cercanos.
—Mi Alfa, debemos ser cautelosos—advirtió Sebastian desde atrás. —Las tierras malditas no perdonan a los intrusos.
—No tenemos tiempo para cautela, Sebastian—respondió Edward, sin disminuir la velocidad. —Siena me necesita. Y si tengo que enfrentar al mismo infierno para traerla de vuelta, lo haré.
Cuando llegaron al límite de las tierras malditas, un escalofrío recorrió a todos los miembros de la manada. Árboles retorcidos se alzaban como sombras amenazantes, y un silencio antinatural envolvía el lugar, roto solo por un extraño murmullo que parecía provenir de ninguna parte y de todos lados a la vez.
—Quédense aquí—ordenó Edward. —Iré solo.
—No podemos dejarte ir así, mi Alfa.
—¡Es una orden!—gruñó, dejando claro que no aceptaría discusiones. Bajó de su caballo y avanzó a pie, adentrándose en la oscuridad.
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Mientras tanto, en el corazón de las tierras malditas...
Siena estaba de pie en el centro de un círculo marcado con símbolos antiguos, rodeada por velas rojas que parpadeaban con un viento invisible. Sus ojos, normalmente llenos de vida, ahora estaban vacíos, sin rastro de emoción. Frente a ella, el hombre de las sombras sonreía con satisfacción.
—Estás casi lista, mi princesa—dijo, alzando una daga ornamentada hacia la Luna de Sangre que brillaba intensamente sobre ellos. —Pronto, seremos uno. Y con tu poder, recuperaré mi reino... y someteré a todos los que me traicionaron.
Siena no dijo nada. Su cuerpo obedecía cada palabra de aquel hombre, su voluntad completamente sometida por el hechizo.
Pero en su interior, una pequeña chispa de resistencia luchaba por encenderse. Fragmentos de recuerdos la atormentaban: una risa cálida, unos ojos grises cargados de emociones, y una voz que susurraba su nombre con un amor que le resultaba tan familiar como doloroso.
—Edward...—susurró, casi inaudible.
El hombre de las sombras frunció el ceño. —¿Qué dijiste?
—Nada...—respondió, aunque en su interior, esa chispa comenzaba a crecer.
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Edward finalmente llegó al claro donde se llevaba a cabo el ritual. Al ver a Siena, su corazón se detuvo. Allí estaba, atrapada en un círculo de poder, con la mirada perdida y las manos entrelazadas en las del hombre de las sombras.
—¡Siena!—gritó, su voz llena de desesperación.
Ella alzó la vista, pero sus ojos no lo reconocieron. —¿Quién eres?
El hombre de las sombras giró hacia él con una sonrisa burlona. —Ah, el Alfa. Llegas tarde, como era de esperarse. Rossie ahora me pertenece. Es bueno verte de nuevo Efran. Volverás a sentir el dolor de lo que hace tiempo atrás te arrebate y esta vez sufrirás por la eternidad.
Edward apretó los puños, su furia creciendo con cada palabra. —¡Ella nunca será tuya!
—Oh, pero ya lo es. Su alma está ligada a la mía, y con la Luna de Sangre, ese lazo será eterno.
Edward dio un paso adelante, pero una barrera invisible lo detuvo. El hombre de las sombras se rió. —¿Ves? No puedes tocarme. Este es mi dominio.
Edward cerró los ojos, respirando profundamente. Si la fuerza bruta no era suficiente, tendría que intentar otra cosa.
—Siena, mírame. Sé que estás ahí. Sé que puedes oírme.
Sus palabras parecieron atravesar el hechizo por un momento. Siena frunció ligeramente el ceño, como si algo dentro de ella respondiera.
—No le creas, Siena—dijo el hombre de las sombras, apretando sus manos con fuerza. —Él solo quiere separarte de tu destino.
Edward ignoró al hombre y continuó hablando. —Recuerda quién eres. Recuerda quién soy. Recuerda cómo me miraste la primera vez que nos vimos. Sentiste lo mismo que yo, ¿verdad? Esa conexión, ese vínculo que no puede romperse. Recuerda que nuestro no solo es de ahora Siena. Es desde hace mucho porque nuestras almas estan entrelazadas por la eternidad, porque antes de ser Siena y Edward fuimos Efran y Rossie__ Amir y Lory, Erodes y Mirian. Hemos de pasar de cuerpos en cuerpos hasta que nuestro amor por fin sea consumado.
Una lágrima rodó por la mejilla de Siena. —Edward...—murmuró, su voz temblorosa.
El hombre de las sombras rugió de frustración, apretando la daga en su mano. —¡No permitiré que lo rompa!
Edward aprovechó el momento. —Lucha, Siena. Eres más fuerte de lo que crees. Yo te amo, y siempre te amaré.
Las palabras del Alfa rompieron el hechizo por un instante. Siena retrocedió, soltándose de las manos del hombre de las sombras. La barrera alrededor de Edward desapareció, y sin pensarlo dos veces, corrió hacia ella, abrazándola con fuerza.
El hombre de las sombras gritó de ira, pero la Luna de Sangre comenzó a desvanecerse. El hechizo se rompió por completo, dejando al hombre atrapado en su propia oscuridad mientras Edward y Siena escapaban del claro.
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Mientras cabalgaban de vuelta a la seguridad de su territorio, Siena, aún débil, levantó la mirada hacia Edward.
—Gracias... por salvarme.
Edward le acarició el rostro suavemente, sus ojos llenos de amor y alivio. —Siempre lo haré, Siena. Siempre.
La Luna de Sangre desapareció detrás de las montañas, llevándose consigo la amenaza de las tierras malditas, al menos por ahora.
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Editado: 30.11.2024